MUSICA › COLDPLAY VOLVIO A TOCAR EN BUENOS AIRES, ESTA VEZ ANTE SESENTA MIL PERSONAS
El cuarteto londinense entregó un show impecable en lo sonoro, pero con todos los lugares comunes posibles del visitante extranjero de escenarios argentinos. Y tanta redondez hizo que todo resultara poco genuino.
› Por Luis Paz
Si la vida es en technicolor, como propone en su último disco (Viva la Vida or Death and All His Friends), Coldplay se encargó en su show del viernes en el estadio de River de subirle el contraste y saturarle la temperatura, casi al punto de sobresaturar algunos tonos. ¿Cuáles? Esos ya conocidos aquí para recitales importados: el celeste y blanco de la bandera, los anaranjados y verdes de la pirotecnia, el rojo de la vergüenza ajena al ver un extranjero intentando hablar en castellano, los colores cálidos de los detalles hippies, los fríos de las canciones melancólicas y angustiadas, el blanco infinito de las canciones perfectas, redondas, sin aristas que osen golpear demasiado. Las condiciones sonoras fueron ideales y las interpretaciones de los grandes éxitos, inmaculadas. Pero en lo visual y lo dinámico, aspectos que también ponen a un recital en la tensión entre el lugar común y la sorpresa, tantos elementos probados reiteradamente por cada visitante opacaron el balance de la segunda visita de Coldplay, luego de los tres conciertos ofrecidos en el Gran Rex en 2007.
A las 21, un bailarín ocupa, a puro breakdance, una de las pasarelas que se desprenden del escenario y se internan en el campo VIP. Uno a uno, los siete globos ubicados en lo más alto de los muros que separan River de la ciudad (donde los vecinos denuncian “el ruido” del rock) se iluminan en el sentido de las agujas de un reloj. Las luminarias se conectan arriba del escenario, donde Chris Martin y compañía aparecen con estrellitas en mano (¡!), para ubicarse y lanzar “Life in Technicolor”. Las pantallas laterales se encienden junto a los más de 60 mil que ocupan el Monumental, mostrando a Coldplay en altísima definición durante “Violet Hill”. Enseguida llega el primer gesto altruista, con el regalo de “Clocks”, un hit que demuestra una escuela post punk en la rítmica. El solo con sustain galopante de Jon Buckland en “In My Place” tal vez le haya recordado a Gustavo Cerati, presente en River, el suyo en “Un millón de años luz”. Pero enseguida viene “Yellow” con la obviedad a cuestas: si “Violet Hill” iluminó de violeta el tablado, estaba claro que la reconocida pieza de su debut, Parachutes, lo haría de amarillo. Coldplay tiene una escuela clásica y una idea lineal de lo conceptual, demasiado literal, lo que se desandará en el resto del show. No propone una ruptura, sino una reelaboración a gran escala de lo clásico, donde lo clásico incluye música, actitud y despliegue. Esto puede verse en “Glass of Water”, en ese “¿Todo bien?” que Martin lanza antes del fade out, traducción del “Are you OK?” que pone en el mismo instante en LeftRightLeftRightLeft, el disco en vivo que sería souvenir gratuito a la salida. Pero, adentro, están tocando “Cemeteries of London” (otra conceptualidad lineal en un tema de “Viva la vida”). Entre los estrenos, “42” es una grata sorpresa, con idas y vueltas en la intensidad y el tipo de arreglos, sobre todo percusivos.
El ascendente final de “Fix You” da lugar a los primeros fuegos artificiales y al coro de un público emocionado que descansará luego con “Strawberry Swing”. En tanto que “God Put a Smile” ve acrecentado su valor bailable con el recurso a la percusión electrónica y el cuarteto en lo más profundo del público, no sólo emocional sino espacialmente: los cuatro en el extremo de la pasarela derecha, en hilera. Martin se queda solo en “Hardest Part/ Postcards from Far Away”, un medley dedicado a su padre. El corte deja al público angustiado, como quería el cantante. Para “Viva la vida” regresan con el multifacético Will Champion en doble bombo de pie y una campana que libera polvo en cantidades, tal vez la única suciedad que habrá en todo el recital. Un asistente se mete en la escena y le ata al cuello una bandera enorme a Buckland. La política en escena se torna clarísima: es un mecanismo de estímulo y respuesta que da sus resultados. La gente salta y grita enardecida.
La llovizna, que había servido de introducción al estadio, regresa durante “Lost!” y libera lo que parece lo único no programado: Gene Kelly aparece como único invitado (virtual) y entona “I’m Singing in the Rain” desde una grabación de mitad del siglo pasado. Otro corte. El interés que Coldplay mostró en el último tiempo por explorar los folklores del mundo (la world music, se dice ahora) se patentiza con “Death Will Never Conquer”, una canción de aires folk estadounidenses que se inscribe en cierta línea de recursos gregorianos y flamencos. Y entonces, la curiosidad: “Billie Jean”, de Michael Jackson, le abre a Martin las puertas del falsete y el jugueteo con el estadio. “A ver, a ver, vamos a hacer la ola con los celulares, ¿sí?” Y son dos las vueltas olímpicas de la tecnología en el Monumental. “De acuerdo con Beyoncé, Buenos Aires tiene el mejor público del mundo. Y nosotros pensamos lo mismo, por eso les hicimos esta canción, que hoy estrenamos”, dice. Su “Don Quixote” suena a un folk (demasiado) parecido al “Dancing in the Dark” de Springsteen, pero logra aplausos.
Regresan con “Politik”, que cierra con una fusión jazzero-tanguera, y siguen con “Lovers in Japan”. Para no romper con la conceptualidad lineal, en la pantalla del fondo se lee “Haiku”, se ven construcciones orientales y se da el choque cultural entre tropas niponas y cowboys yanquis. Pero en el pico de la alegoría bélica, de la fosa que separa público de banda surgen decenas de miles de mariposas de papel crepé: verdes, fucsias, amarillas, violetas. La idea se refuerza con la llegada de “Death and All His Friends”, que precede al gran final: “The Scientist” y “Life in Technicolor 2”. Cierra por todas partes, pero tiene demasiada redondez para resultar genuino.
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