MUSICA › MARIA JOãO OFRECIó DOS CONCIERTOS INCOMPARABLES EN LA TRASTIENDA
› Por Diego Fischerman
Maria João es una de las intérpretes más extrañas que puedan imaginarse. Posee un virtuosismo único. Afina las notas más veloces y con los saltos más extremos entre graves y agudos, utiliza los extremos del registro y los lleva a alturas virtualmente incompatibles en una misma voz; susurra, hasta el punto de crear un silencio tal a su alrededor que los aplausos, entre canción y canción, suenan atronadores, o grita, o coquetea con la voz de una niña o la de una anciana. Navega por un territorio que puede acercarla a Egberto Gismonti –mérito también de su acompañante y compositor de la mayoría de los temas, el notable pianista Mario Laguinha–, al fado, al bolero, a la música de Mozambique o al jazz, y hasta a alguna habanera lindante con el tango. Y mientras tanto convierte movimientos de aikido en una inverosímil coreografía.
Como parte del Festival de Otoño que colocó en el centro de la escena musical porteña a varias músicas del mundo, desde los Klezmatics y Misia hasta Goran Bregovic, Maria João brindó, en su primera noche en La Trastienda, un show literalmente incomparable. Y es que su manera de interpretar canciones encuentra una especie de impensable expresividad en la ruptura casi permanente del hilo narrativo. Ella musicaliza –es decir encuentra el timbre, el fraseo, el color de la voz– casi palabra por palabra. Como una actriz capaz de cambiar de personaje en cada inflexión del texto, lo que construye se opone a toda pretensión autobiográfica. Las unidades de sentido, en todo caso, aparecen gracias a la propia comunicatividad de su voz y no a la pretensión de que su personaje (sus personajes) resulte creíble. Y sin embargo no existe en ella la menor impostura. Su tránsito imparable por paisajes vocales y musicales hasta contradictorios entre sí, lejos de dar la impresión de un show circense –algo así como “los secretos de la mujer de las mil voces”–, edifican un mapa hipnótico que, al cabo de algunos minutos, genera sus propias reglas y del que es casi imposible escapar.
El carisma de esta cantante, que trabaja con Laguinha desde sus primeros discos, no recurre a ninguno de los lugares comunes de las cantantes. Podría pensarse, incluso, que la seducción que ejerce se basa, precisamente, en su falta de impostación. El histrionismo es tan permanente que en un momento deja de notarse y se convierte en el propio material de la cantante. En la esencia de un estilo en que el artificio, a fuerza de exceso, pierde artificialidad. Si en las canciones propias –la bellísimas “Preto e branco” o “Ha gente aquí”, por ejemplo– las maneras interpretativas de Maria João son personalísimas, no resultan menos inconfundibles en los temas de otros. “Good Bye Pork Pie Hat”, de Charlie Mingus y con letra de Joni Mitchell, acabó siendo tan suya como el “Chorinho feliz” o la final “Um amor”, en que la dupla que conforma con Laguinha (ella escribe las letras sobre las músicas de él) explora un fructífero territorio de mestizajes culturales posibles. Y si la cantante abunda en exuberancias, la presencia pudorosa y austera del pianista no es menos significativa. Con una preferencia por trabajar en esa zona del pianismo de Gismonti en que se parece a Jarrett, sus intervenciones son tan esenciales para la construcción del estilo como la propia opulencia de Maria João.
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