MUSICA › MUSICA GUSTAVO BULGACH, DE BELGRANO A HOLLYWOOD
Emigrado a Nueva York en 1992, el clarinetista y saxofonista tocó en el House of Blues y armó una banda de klezmer-soul que aparece en el film Los rompebodas. Hoy toca en el Tasso.
› Por Cristian Vitale
“La vida es música”: buscando la máxima de un abuelo judío que regía los rituales de un templo en Villa Crespo con ese imperativo, Gustavo Bulgach –clarinetista y saxofonista– emigró una vez a Estados Unidos y no volvió más. Tenía 25 años y era 1992. Hasta allí, su carrera había constado de tocatas con César “Banana” Pueyrredón y Horacio Fontova. Nada para destacar si se lo compara con su historial posterior, asociado a leyendas de la música como Little Richard, Taj Mahal y Carlos Santana. O con la conformación de un grupo de klezmer-soul que, entre muchas otras cosas, ofreció una impecable versión de Hava Nagila al film Los rompebodas, de David Dobkin. “Lo importante no es quién toca mejor o peor, sino que la música te llegue al corazón. Podés explicarme la séptima dominante veinticinco veces, pero si no te tocó el corazón, no hay química”, sostiene como declaración de principios.
Para entrarle mejor a este personaje talentoso e inquieto es preciso desmenuzar su origen. Nacido en Belgrano en 1966, tuvo su primer mentor en aquel abuelo que lo involucró en la idea de la música como sostén del universo. “Era poco religioso en términos de vestimenta, pero bastante como guía. Tenía un templo y una escuela. Yo no iba mucho, porque mis padres eran más bien reformistas, pero él me hizo entrar en la mística judía”, evoca. De sus manos recibió el primer clarinete –instrumento clave del klezmer–, que alguien había traído de Lituania. Algo así como la llave que le abrió el mundo. “Me lo robaron en Nueva York, pero guió mis pasos durante años”, dice. El instrumento pudo más que sus intenciones de encarar Medicina. Tras incursionar como sesionista durante los ’80, ganó una beca para estudiar música en Boston y encaró al norte. “Llegué a Nueva York y dije ‘yo me quedo acá’. Punto. No me voy a ir a morir a Boston”, sentencia.
Y la pegó, porque en la ciudad crisol por antonomasia conoció a otro emigrado –Kevin Johansen– y ambos metieron granitos de argentinidad en la inmensa arena neoyorquina. La gran puerta se abrió cuando lo contrataron junto a tres amigos afroamericanos como banda estable del House of Blues de Hollywood, un reducto que todas las noches iluminan figuras ilustres. Allí tocó para Little Richard, Taj Mahal, Herbie Hancock, The Wailers y Santana. “Richard me miró y me dijo: ‘¿Sabés cuánto hace que no toco con un músico blanco?’... y yo le respondí: ‘¿Y con un blanco argentino?’ Fue grandioso”, evoca. No menor es la anécdota con Mahal. “Estábamos tocando; él entró con la guitarra puesta, atravesó el escenario y me preguntó: ‘¿Dónde enchufo?’. Ese flash me duró seis años y medio”.
–Un aprendizaje acelerado.
–Sobre todo con Little Richard. Estábamos tocando blues y de repente apareció. Se sentó en el piano y tocó 45 minutos, un tema tras otro. Para mí fue un aprendizaje tremendo. No era dinamita, era un arsenal de dinamita que tiraba tiros para todos lados. Me dije: este terremoto lo tengo que aprender de por vida. Yo había leído que Charlie Parker era Parker porque iba a ver a sus ídolos (Art Tatum, Lester Young) todas las noches. La música no es una escritura, sino estar con los grandes que, si te ven capaz, te pasan la antorcha.
Bulgach no desperdició el momento. Tras el House of Blues, armó una banda en Los Angeles con un guitarrista gitano y un percusionista de India que toca raga con tablas y cajón peruano. De tanto tocar llegaron a oídos de gente de New Line Cinema y los contrataron para Los rompebodas. “El productor me dijo: ‘Son tan pendejos que me da vergüenza. Yo esperaba viejos de barba’”, cuenta. Hábil de reflejos, Bulgach aprovechó la oferta para alquilar una noche en Verve, estudio que había recibido allá lejos a Charlie Parker y Sarah Vaughan. “Esa noche apareció Dobkin y nos invitó a salir en la película”, recuerda. “Somos la banda que sale tocando en ese casamiento judío con setenta extras descontrolando.” El poder de la imagen suscitó respuesta inmediata. Y lo llamaron de varios países de Europa para festivales veraniegos de world music. “Un rabino lituano me dijo: ‘No hay obstáculo que no se pueda superar’. El miedo es experiencia de vida: te paraliza o te moviliza, y te lleva a levantar el camión para que salga el gatito de abajo”.
–Miedo y obstáculos... Nueva York debe ser un sitio clave para esas sensaciones.
–Claro, porque el movimiento musical es mucho más agresivo que el de acá. Hay más competencia. Tenés que tener lo tuyo para decir, y yo dije ¿por qué voy a tocar jazz?... es lo mismo que venga un músico yanqui acá y quiera tocar tango. Me saltó la identidad. Incluso, cuando conocí a Bennie Maupin –otro de sus mentores, ex Miles Davis– me dijo: “Tenés que ser el mejor Gustavo Bulgach posible. Sos argentino, judío y tenés que abrazarte a eso, porque es lo que te va a sacar del agua. Mirá al Gato Barbieri, Piazzolla o Schifrin”. Entonces, abrí los ojos, comencé a tocar música latina, judía, y se abrieron las puertas.
Hoy, Bulgach está aquí para mostrar las canciones acústicas de su segundo disco, Klezmer Juice. Como no pudo traer su banda, armó una versión argenta con Alejandro Franov y Marcos Cabezaz, junto a quienes se presentará hoy en el Tasso (Defensa 1575). Recomienda asistir con zapatos de baile y la cabeza bien abierta. “Hay que meterse en otras culturas y compartir”, sostiene.
–¿Se siente un embajador argentino en Nueva York?
–No sé. Represento lo argentino con dignidad, porque mostrar la identidad es lo más importante. Además, no puedo darme el lujo de que allá se hable muy bien de músicos brasileños o cubanos y no de los argentinos, que también somos un montón.
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