MUSICA › U2, PARA EL RECUERDO
Al cierre de esta edición, River estallaba otra vez: un balance de lo que dejó U2.
› Por Eduardo Fabregat
Establecer una comparación entre The Rolling Stones y U2 implica saltarse demasiadas barreras estilísticas, geográficas, generacionales y hasta ideológicas. Ni siquiera su público es parecido, tal como pudo comprobarse observando a quienes abarrotaron el campo de River en estos días. Pero la rápida sucesión de las ceremonias en Núñez lleva a ese deporte inútil. Y el resultado tiene una contundencia que seguramente irritará a más de un rolinga de ley: repasando ambas ofertas artísticas, U2 les pasó el trapo a los Stones. No sólo en las cifras de asistencia –el miércoles la cancha era un océano interminable de gente apiñada, y anoche se podía apreciar un paisaje similar–, sino sobre todo en la concepción de lo que debe ser un show de estadio, el caudal de comunicación con un público en llamas desde el primer acorde y la cohesión de una banda en toda la regla, más que una suma de individualidades carismáticas. Los Stones fueron suficiente. U2 fue demasiado.
Pero será mejor abandonar esa comparación traída de los pelos y buscar un referente más apropiado. Este Vertigo Tour es, sin dudas, superior al Popmart de 1998. Sin limones espejados ni vestuario Village People, el cuarteto tiene a su alrededor la estructura necesaria para una cancha de fútbol, pero lo que levanta al público no es la cortina de luces que oficia de pantalla o el paseo de los músicos por la elipse, sino esa formidable tripleta de arranque con City of Blinding Lights, Vertigo y Elevation: en U2 hay gran espectáculo, eso es obvio, pero la potencia de sus canciones supera largamente las lamparitas.
De eso tuvo bastante el público que se desconcentraba por Libertador. Los inconformistas de siempre señalaban que el final del show había sido “muy para abajo”, y que eso se había notado en la tibia reacción final de la gente. Es cierto, All I Want is you y la bellísima Love is Blindness (de Achtung Baby, revisitado siete veces en la lista) parecen un colofón raro para una noche tan intensa. Pero lo cierto es que, a la altura de los primeros bises, la gente estaba rendida, cacheteada por tanto hit a la mandíbula: tampoco hubo una reacción masiva con números fuertes como The Fly y Mysterious Ways, pero eso habla del cansancio de un público que había dado todo con la primera hora y media antes que de un show desinflado en los últimos tramos. Porque Bono, The Edge, Larry Mullen Jr. y Adam Clayton, viejos zorros de escenario, apostaron a un setlist lleno de caballos ganadores. Y quizá hasta se pasaron de rosca: en el cuerpo central del show fueron cayendo cosas como Until the End of the World, New Year’s Day, I Still Haven’t Found what I’m Looking for, Sometimes you can’t Make it on Your Own, Beautiful Day, Sunday Bloody Sunday, Bullet the Blue Sky, Pride (in the Name of Love), Where the Streets Have no Name, y entre semejante sucesión de temas para el agite, el coro y el brazo en alto, y la casi inhumana presión en el campo, los cuerpos y los ánimos se fueron desgastando, perdiendo energía y entregándose más a la contemplación y el disfrute.
Si algo quedó claro en esta victoriosa segunda visita de los irlandeses, es que su propuesta supera largamente los escarceos de Bono con los líderes mundiales y su tendencia al gesto demagógico (¿es necesaria la camperita con forros-bandera intercambiables, hacía falta el discurso K del miércoles?). A la hora de los bifes, U2 se apoya en el conocimiento mutuo de unos tipos que llevan casi treinta años juntos, que tienen a su alrededor una gran parafernalia pero la mayor parte del tiempo se ven las caras y los dedos en sólo unos metros cuadrados. Más allá de la vincha Coexist en la frente de Bono, la foto de Kirchner en las pantallas de arriba –que apareció junto a la de Bush, y no se entendió muy bien– y el rito de los celulares en One (en la cual no hubo pedidos de dinero para los pobres, y sí un gigantesco árbol de Navidad de luces azuladas), U2 descerrajó un concierto demoledor, pletórico de grandes canciones, las de ayer y las de hoy. La bomba atómica, paradójicamente, fueron ellos mismos, con esa guitarra inimitable de Edge y sus falsetes de catedral, el tranco confiado de Clayton haciendo retumbar la línea de New Year’s Day, la máquina humana de Mullen sosteniendo la estructura y Bono, que en sus peores momentos es demasiado teatral y en sus mejores es un frontman de excepción. Mejor que el supermercado pop, mejor que una clase de historia con héroes bien añejados: 140 mil personas fueron testigos de un show de U2. Nada menos.
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