MUSICA › MUSICA A LOS 55 AñOS, MURIó EL NOTABLE MúSICO URUGUAYO BETO SATRAGNI
Su mágico toque sirvió para inaugurar el candombe-rock que impregnó al Río de la Plata. Con Raíces y en infinidad de colaboraciones con músicos de ambas márgenes, Beto Satragni dejó una marca que, lamentablemente, no fue debidamente apreciada.
› Por Cristian Vitale
No bien se enteró, Litto Nebbia dio curso a un escueto mail, en letras azules y grandes: “Hola muchachos, gran pena: anoche se fue Beto Satragni”. El bajista, nacido hace 55 años en la tierra uruguaya de Canelones, venía mal. Le habían detectado lo que eufemísticamente se traduce como una “cruda enfermedad” y las últimas horas se perfilaban hacia un no retorno. Lo habían sedado para hacerle más liviano el paso, apenas. No llegó Rodolfo García a organizar un recital en el cual ya se había anotado la mitad más uno del rock argentino “para darle una mano”, tampoco el mismo Beto a ver el DVD que Ne-bbia tenía listo para sacar con imágenes del último show de Raíces. Ni siquiera la ilusión que probablemente habrá inundado los últimos deseos del Beto mágico mirando el techo de la sala del Hospital de Clínicas, entre fiebre y pesadillas: la de redimir su criatura mejor –Raíces– en otras condiciones. Con más receptividad, tal vez. Con otro reconocimiento. El zarpazo cruel de la muerte, cierta resignación ante la fuerza de un mercado que torna invisibles talentos como él, o una manera de hacer artesanal que se autoniega a conceder parte del alma a cambio del bronce, lo dejaron así: pequeño en su grandeza.
De todos modos, en los últimos tiempos algo había pasado. Lo más importante: el retorno de Raíces. Había logrado Beto, tras un infructuoso esfuerzo de comunicación y reencuentro con sus viejos adláteres, resucitar los espíritus del Río de la Plata que habían jugado, allá por los primeros ochenta, a ensayar un candombe-rock prácticamente sin antecedentes de este lado del río. Fogoneado por el mismo Nebbia, que ponía el sello discográfico Melopea a su disposición, había convencido a su paisano, el negro Jimmy Santos. También a Juan Carlos Tordó, Andrés Calamaro y Alberto Bengolea, con el propósito de regrabar algunas perlas de B.O.V Dombe y Los habitantes de la rutina, los dos discos fundacionales del candombe-rock en Argentina, con un plus de chiches técnicos que en su momento brillaron por la ausencia. Intentando elaboración y espontaneidad en las mismas dosis. Ludismo y síntesis. El resultado fue Raíces, 30 años. Tres décadas después de la presentación de B.O.V Dombe en el Teatro Cómico con catorce tambores en el escenario, y la reaparición de piezas históricas, de esas que parten aguas, como “Esto es Candombe”, un “hithot” de aquéllos, “Destilando Aceite”, “Belmiro” o la increíble “Hay un funk en la oreja del Obelisco”, más algunos agregados de nueva horneada –“Mancada en La Pampa” o “De las dos orillas”– y una versión de “El otro cambio, los que se fueron” con su creador Nebbia en teclados.
La muestra en vivo del último paso discográfico de Satragni fue en marzo de 2009, en el IFT. No había más de trescientas personas, contra las seiscientas que entran en el teatro del barrio de Once. No estaba Calamaro (“Somos los que estamos y cada quien se hace cargo de lo que hace”, se limitó a decir el Beto) y la mitad faltante se perdió algo tal vez imperdible: la resignificación de un sonido que había teñido de swing y mil colores la gris Buenos Aires de los ochenta. Un candombe sutil, pasional y cerebral, un groove de fusión al servicio de la libre improvisación encarnado en un cúmulo de temas que el guitarrista-bajista-cantante-compositor-personaje no había olvidado, pese a la acción disolvente del tiempo. “Somos una banda que pasa por todos los estados. Hay músicas viscerales y otras intelectuales. Pero en vivo siempre hubo mucha polenta, la gente que vio a la banda lo sabe”, dijo alguna vez a Página/12.
Otra imagen última de su rostro en clave feliz fue durante ese inolvidable concierto de Luis Alberto Spinetta en Vélez –en diciembre de 2009–, cuando el Flaco lo sumó para resolver, en menos de cuatro minutos, una formidable versión de “El rey lloró”. Otra puerta, también, porque el imperativo categórico que cruzó su vida –Raíces, claro– no puede ocultar lo que Beto hizo cada vez que congeló a su banda madre. Y en ese paréntesis ocurre su pulso afro al servicio –viene al caso– de Spinetta Jade. Fue él quien reemplazó a Pedro Aznar en los prolegómenos de la banda y se quedó para que el cruce entre señas de John McLaughlin, Chick Corea y el pulso único de las melodías líricas y musicales del Flaco pudiera encontrar un cauce natural a través de Alma de Diamante (1980). Junto a Diego Rapoport, Juan Del Barrio y Pomo Lorenzo, Satragni fue parte del puente que comunicó al mundo, bajo el aura de Castaneda, canciones de una belleza increíble como “La Diosa Salvaje”, “Dale Gracias” o la que da nombre al disco.
Durante esos paréntesis, también trabajó con Moris, David Lebón, Miguel Abuelo, Rubén Rada, Urbano Moraes, los Fattorusso brothers y Oscar Moro –junto a quien grabó el incunable y enmarañado Moro-Satragni en 1983–. Y tuvo algún intento solista sin mayor repercusión (Ecológico, 1991). Pero su estrella, cavilante en su luz como todas las estrellas que se miran desde la tierra, tiene un brillo imperecedero, el de un incansable hacer no siempre ni debidamente reconocido. “Hemos hecho un gran esfuerzo para estar acá, no se nos va a escapar”, dijo él premonitorio y simple, cuando Raíces regresó. Y fue ese hacer el que lo atravesó toda su vida en vida, más allá de circunstancias y claroscuros. Que Dios, si existe, tenga su ritmo y su sonrisa en la gloria.
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