MUSICA › ENTREVISTA A DIANE DENOIR
La cantante, musa que inspiró varias composiciones del legendario músico uruguayo, actuará el próximo viernes por primera vez en Buenos Aires.
› Por Cristian Vitale
El aire acondicionado de su habitación pasajera marca 22 grados. Pero afuera es una sopa. Literalmente, no se puede estar en Buenos Aires. Diane Denoir, sin embargo, no emite queja. La atravesaron tantas desgracias, que renegar por una nimiedad climática sería desproporcionado. “Errante y sufrida, así fue mi vida. Tuve muchas pérdidas por el camino, que me obligaban a parar”, define trazando un flash hacia atrás. Es que el único momento que ella, la musa que inspiró bellísimos temas de Eduardo Mateo (Esa tristeza, Mejor me voy), puede evocar sin que la muerte de alguien querido la distraiga, es aquel que compartió con la bohemia montevideana de los últimos ’60. “Pasaban muchas cosas y nosotros queríamos absorberlas y aprender”, dice. Una y otra vez remite a ese pasado. Hoy vive en Mallorca, canta jazz con dos figuras notables de la música uruguaya –el Negro Trasante y el ex Tótem Daniel Lagarde, también su pareja– y se prepara para tocar ¡por primera vez! en la Argentina –el 17 de marzo en el ND Ateneo–, pero el espectro de Mateo –que es ’60, ’70 y ’80 también– domina casi todo. “Cantar canciones que había compuesto para mí, me marcó. Me cuesta mucho desprenderme de sus temas... Tanto como de la bossa nova. Son dos colores de música que no sé si alguna vez dejaré de cantar. Lo tengo como parte de mi ADN. Cada vez que vuelvo a cantar, vuelvo a Mateo.”
–¿Cómo era él? Después de su muerte, se lo transformó en mito.
–Un tipo con mucho humor, al que le gustaba jugar con la gente. Lo hacía para tomarte una medida, ver hasta qué punto podía contigo. De la observación que hacía de la gente sacaba tela para componer historias. Miraba, absorbía y eso recirculaba en su creatividad. Iba al matiz y no a lo obvio.
–¿Estuvo enamorado de usted?
–No creo. Yo lo conocí cuando andaba de novio con Nancy. Lo que sí había era una gran complicidad entre ambos. Nos entendíamos, porque nos gustaba el mismo tipo de música: desde Bach, Debussy y Ravel, hasta los Beatles. Caminábamos juntos, fenómeno, pero no me parece que fuera tal el enamoramiento, aunque es cierto que el fruto prohibido genera fantasías. Al menos el pillo nunca me lo dijo.
La muerte de Mateo, en 1990, fue una de las tantas pérdidas que marcaron su vida y atentaron contra una trayectoria profesional que, tras el magnífico disquito editado en 1972 y reeditado en el 2005 por Indice Virgen –donde interpreta las gemas que le compuso Mateo–, podría haber sido excepcional. La trashumancia también la afectó. En 1968, después de haber sido parte del boom del candombe-beat –le decían “Lady Beat”–, emigró a París y luego vivió tres años en Suiza. En 1971 regresó al paisito, publicó el disco –grabado en la Argentina con arreglos de Gustavo Beytelmann y Alberto Núñez Palacio– y sólo pudo seguir hasta 1974 –“la dictadura no estaba en mis planes”, ironiza–. Se mudó a la Argentina, pero otra vez los militares forzaron su huida a Venezuela, donde se quedó hasta 1992. “Tuve muchos problemas de subsistencia allá”, cuenta. Fue allí donde la sorprendió la muerte de Mateo. “Era una conjura. No podía volver a cantar... siempre se moría un ser querido. Una de las pocas cosas que hice fue componer Como un pájaro libre, que grabó la Negra Sosa.”
–Un rasgo recurrente del músico uruguayo es el de exiliarse. Más allá de las cuestiones políticas, ¿por qué se van tanto?
–En los últimos tiempos, porque el país es bastante mezquino con sus artistas. Pero en mi caso hay una historia: mi abuelo había elegido Uruguay, por su Constitución. El era jurista y pensó que la de Uruguay era la mejor para que sus nietos vivieran en paz. Y bueno... calculó a medias, porque yo tuve que itinerar por razones políticas.
–Lo describe bien Jaime Roos en Los Olímpicos: “Uruguayos, uruguayos, dónde fueron a parar...”.
–Es una canción excelente. Jaime tuvo mucho que ver con la difusión de la cultura uruguaya en la Argentina. Su propuesta es festejante, porque gracias a él resurgió la murga. Es un abrecaminos. Hoy, en Uruguay, hasta los niños salen a la calle a murguear. Todo esto, además de ser un enfermo de los Beatles.
–¿Cómo fue su vida errante en términos musicales?
–Tuvo muchas interrupciones, porque cuando llegué a la Argentina por primera vez, pensé en seguir. Con Mario Benedetti comencé a preparar un espectáculo con una pareja a la que le sucedían cosas las 24 horas del día. Se llamaba la Vida cotidiana. Pero durante la preparación se murió mi compañero de entonces por un aneurisma. Después, la Triple A amenazó a Mario y tuve que olvidarme del canto. Se cortó. No era bueno mostrarse mucho. Recién en 1995, después de todo lo que conté sobre mi vida en Venezuela, apareció Lagarde en mi vida y me arrastró el ala. Me convenció de volver a cantar y ni siquiera logró frenarme la muerte de mi madre.
–¿Con qué herramientas?
–El amor fue la principal, pero también le habían ofrecido hacer un disco y puso como cláusula que cantara yo. Según él, yo canto como los músicos quieren que una cantante cante. No soy histriónica, más bien natural. Por un lado quería, pero por otro no, por temor a que pasara algo malo. Por suerte rompimos el hechizo e hicimos un disco de canciones inéditas. Recuperamos algunas cintas viejas, que estaban un poco malas por la humedad, las limpiamos un poco –sin masterizarlas– y zafaron. Eran canciones que usamos para la televisión entre 1967 y 1968. Yo cantaba con Mateo solo, con Los Malditos –su grupo anterior– y con El Kinto, sin Rada. Hay versiones de Esa tristeza, Mejor me voy, Garota de Ipanema en inglés y Estoy sin ti en francés.
–¿Una versión de Garota de Ipanema en inglés?
–Sí. Si la escucha detenidamente, en un momento ¡se escucha un teléfono! La precariedad de la grabación era terrible.
–¿Cómo espera su primera presentación en la Argentina?
–Tengo ganas de cantar acá por dos razones: una es que hay un público que no conozco, que es de otra generación, pero que seguramente va a venir a escuchar los temas de Mateo. Y otra, que el público argentino es muy participativo. Es el mejor regalo que le pueden hacer a un intérprete y un gran desafío. Recuerdo que, en los ’60, la Argentina era distinta a Uruguay. Estaba más comunicada con el exterior. Nosotros vivíamos en una especie de iglú.
–Ya que volvió a los ’60, ¿podría compararse su grupo con el que acá conformaba la gente que paraba en La Perla del Once o en La Cueva?
–No sé. Al menos queríamos desalmidonar al país. Sacarle el traje y la corbata. Pero no queríamos ser diferentes.
–Nada de contracultura, entonces.
–No creo... Sólo llegábamos hasta la irreverencia de los Beatles. La bossa, en esa primera época, aún no era irreverente. Nunca nos sentimos tan importantes o conspirativos como para ser un grupo de contrapropuesta.
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