MUSICA › EGBERTO GISMONTI ACTUARA CON SU HIJO EN BUENOS AIRES
Es uno de los creadores más importantes del Brasil. Su obra abreva en tradiciones populares, pero muestra procedimientos clásicos. Llega aquí para presentarse en un festival de jazz.
› Por Diego Fischerman
“Mis padres me mandaron al conservatorio porque demostraba interés. Tocaba en el piano canciones que aprendía de oído. Tenía cinco años y creo que, ahora, sigo haciendo la misma música”, dice Egberto Gismonti. En una conversación telefónica con Página/12, el músico, que participará del festival de jazz que comienza el próximo martes en el Teatro ND Ateneo, explica: “La mía es una sola música, que duró, hasta ahora, 60 discos. Sólo que actualmente la hago mejor, tengo más conocimientos; conozco mejor las estructuras de las músicas populares del Brasil y comprendo mejor los instrumentos de la tradición europea y cómo se comportan entre ellos. Pero es siempre la misma música”.
Nacido en un pequeño pueblo del estado de Río llamado Carmo, hijo de un padre libanés y una madre italiana, encuentra allí una genealogía, también, musical: “El Líbano era un país refinado, donde se hablaba francés y se tocaba el piano, así que mi padre quería que tocara el piano. Y mi madre quería que fuera guitarrista, para que pudiera tocar serenatas. Creo que, sin quererlo, o tal vez a propósito, vaya a saberse, les di el gusto a ambos”. Hay, por supuesto, otros padres. Uno de ellos, Antonio Carlos Jobim, fue quien lo convenció de grabar su primer disco, cuando escuchó la canción O sonho, presentada por el grupo Os Três Moraes. Y antes que él, Heitor Villa-Lobos. Y, todavía detrás, Mario de Andrade. “Villa-Lobos tenía un gran amor por Brasil y su gran ambición era hacer una música que fuera inconfundiblemente brasileña”, afirma. “Tenía un gran conocimiento del folklore, de toda la variedad de músicas de Brasil y, sobre todo, escuchó con mucha atención a Mario de Andrade, que fue el gran divisor de aguas en el pensamiento brasileño. Musicólogo, pensador, escritor, influyó a toda su época. El fue el que llevó a pensar a Brasil como referencia existencial. Es interesante leer sus cartas, que afortunadamente están publicadas, a personas como Carlos Drummond de Andrade, Cándido Portinari o Villa-Lobos. Allí puede encontrarse la matriz de toda una manera de pensar al Brasil que aún es productiva y está vigente. Jobim es, en ese sentido, heredero de Villa-Lobos que es, a su vez, heredero de Mario de Andrade. Y nosotros somos herederos de Jobim. Creo que lo que he aprendido a lo largo de mi carrera es que Brasil es un país desigual. No es una sumatoria. Es un universo de mundos culturales sumamente diferentes. Y, curiosamente, tenemos una única lengua que, por otra parte, no habla ningún otro país americano.”
–En el comienzo de su carrera mostró un interés muy marcado por la forma de la canción y en las posibilidades de experimentar con ella. Sin embargo, en su obra posterior, fue abandonando ese formato en beneficio de piezas instrumentales y de estructuras más abiertas. Alguna vez, incluso, llegó a insinuar que renegaba de discos como Agua e vinho. ¿Cuál es su lectura actual de ese proceso?
–Es posible que en algún momento me haya enojado un poco con algunos discos del pasado, pero no era tanto con la canción como género. Más bien mi enojo tenía que ver conmigo como cantante. Creo que hay cosas que hago mejor que cantar, simplemente. En cuanto a la canción, no creo que la haya ido abandonando. He ido acrecentando las formas con las que trabajo; he ido conquistando nuevas formas estéticas y conceptuales. He trabajado dúos y tríos. He formado cuartetos. He tocado con músicos de otras partes del mundo. He escrito para orquestas y he compuesto para voces y orquesta. También he hecho un poco de música electrónica. Siento que, poco a poco, he logrado vivenciar toda una cantidad de formas y que puedo sentirme representado en todas ellas. Justamente en una gira reciente por Portugal me dediqué exclusivamente a las canciones que había escrito. Yo toqué el piano y Olivia Byington cantó, entre otras, esas canciones de Agua y vino con texto de Geraldo Eraldo Carneiro. Soy un coleccionista de formas musicales. Y es que un compositor siempre necesita nuevas formas. En esta nueva visita a Buenos Aires, por ejemplo, que debe ser la vigésima si no me falla la cuenta, voy a mostrar un nuevo formato. Las dos últimas veces que estuve toqué el piano, en ambas ocasiones en el Teatro Colón (la segunda fue como parte del Festival Martha Argerich). Esta vez, más allá de que quizá toque algo de piano, actuaré junto a mi hijo Alexandre, que es un guitarrista consumado. En Buenos Aires nunca me presenté en dúo de guitarras, así que ésta será la primera vez.
–Hay decisiones que en las biografías se despachan rápidamente, con una frase como “aunque con formación clásica se dedicó a la música popular”, pero que, seguramente, revelan procesos arduos.
–En mi caso no fue una decisión difícil. Ni siquiera siento que se haya tratado de una decisión. Nunca fui un músico clásico. Nunca interpreté música clásica. Siempre quise tocar lo que me da gusto y lo que sé tocar. Es cierto que aprendí análisis y composición clásica, pero siempre tuve claro que era para hacer mi música.
–Tanto en su caso como en el de Astor Piazzolla aparece la figura de la maestra Nadia Boulanger y en ambos casos los encuentros parecen haber sido determinantes de los rumbos musicales posteriores.
–En la época en que estudié con Boulanger pasaron otras dos cosas y creo que lo que fue determinante fue la simultaneidad de las tres. Hay que pensar, primero, en cómo era la vida de un chico de 20 años sudamericano, tercermundista, en el medio de París. Yo era director musical de Marie Laforet, una artista de varieté francés, estudiaba con Jacques Baraqué, un discípulo de Anton Webern, cuyo nombre había encontrado en los libros y con quien quería aprender todo acerca del dodecafonismo, y había conseguido que una maestra famosa, que ya no daba clases, accediera a encontrarse conmigo cada quince días para analizar partituras. A la noche bailaba can-can, a la mañana era dodecafónico y a la tarde stravinskiano. Eso sólo puede hacerse cuando uno tiene 20 años y está en una ciudad extranjera. Baraqué era alguien extraordinariamente severo y Boulanger, alguien extremadamente benevolente. La música era tan amiga de ella, tenía tal abundancia de música, que podía ser inmensamente generosa y, a la vez, disciplinada. Eso, que podía parecer contradictorio, no lo era. La disciplina tenía que ver con la reverencia a la música, a esas partituras que tenían una historia cultural tan fuerte. Era una época en que estaba ávido por aprender y durante mis estudios en París también traduje al portugués el libro de René Leibowitz La música de doce sonidos.
–La investigación sobre la música de los indios xingú, en el Amazonas, ¿tiene que ver con esa misma clase de avidez por conocer?
–Sí y no. Avidez, uno siempre tiene. Pero yo no soy un investigador, en el sentido de alguien que va a internarse a la selva para hacer un relevamiento completo de las músicas que allí tienen lugar o para analizarlas exhaustivamente. Mi interés era más bien filosófico y hasta literario. Lo que quería era entender la relación entre una cultura y un lugar. Quería comprender cómo el sonido de la flauta, para los xingú, concentra toda la espiritualidad del mundo. El chamán Sapain, a quien conocí en la selva, me enseñó mucho más que algunas músicas. El me llevó hasta un lugar de vegetación impenetrable, con árboles de 60 metros de altura y me pidió que hiciera silencio. Estuvimos callados, allí, unos 20 minutos. Poco a poco comencé a oír la selva. “Escucha –me dijo Sapain–. Ese sonido eres tú.”
–¿Cómo se ubica dentro de un panorama tan vasto como el de la música popular brasileña?
–No me ubico. Es decir, no estoy seguro de que mi música deba circunscribirse a Brasil, de hecho he tocado con muchos músicos que no son brasileños, y tampoco estoy demasiado seguro de que pueda ser considerada música popular. No es clásica, desde ya. Pero no sé qué es. Hay una anécdota que quizá no sea objetiva pero es sumamente clara. Cuando grabamos Dança das cabezas con Naná Vasconcelos fue en las peores condiciones. El grupo que tenía que grabar era un cuarteto, pero, en ese entonces, la dictadura brasileña exigía que hubiera que pagar para poder salir del país. Los músicos no tenían plata, así que viajé solo yo y, una vez en Europa, contacté a Naná. Grabamos el disco solos, improvisando y sin saber muy bien cómo iba a ser tomado. El álbum tuvo un gran éxito de prensa y ganó unos diez o quince premios. Uno de ellos, el Deutsche Schallplatten Preis, lo entregaron en la categoría pop; otro premio era en la categoría experimental, el Grammy se lo dieron como disco folk, algún otro lo galardonaba como disco de jazz. De todos los premios no había dos que coincidieran acerca de la categoría en la que debía ser premiado. Y es que creo que no pertenecía a ninguna con exactitud. Es algo similar a lo que pasa con Piazzolla. Se trata de músicas que tienen como fuente de inspiración las músicas populares y que están trabajadas con características de la tradición clásica europea.
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