MUSICA › COSQUIN > EMOCIONES FUERTES EN LA TERCERA LUNA FESTIVALERA
León Gieco pisó el escenario Atahualpa Yupanqui a las cinco de la mañana y se fue a las siete, con la plaza casi llena y en estado de euforia. El músico de Cañada Rosquín homenajeó a Cafrune, a Zitarrosa y a Jara, entre otros, y tuvo su set power rock junto a D’Mente.
› Por Cristian Vitale
Suele contar León que la primera vez que tocó en Cosquín fue al amanecer. Estaba solo, recién llegado y alguien le pasó el dato de que había un “post” con nombre quechua: cacharpaya. Es, etimológicamente, algo así como acto de despedir o despedirse y, en este festival, era convite clavado cada vez que, años atrás, terminaban los números principales y la gente quedaba con ganitas de más. Costumbre aún vigente en las festividades andinas, aymaras o quechuas, en épocas de Carnaval, la cacharpaya, hoy, es más excepción que hábito en la Plaza Próspero Molina. Tal vez por la proliferación de peñas –cada una con sus propias “despedidas” bajo techo–, tal vez porque las superpobladas grillas de artistas que suceden cada noche impiden ajustar los tiempos. O tal vez, simplemente, ¿por qué no? Pero a León le vino el recuerdo. Eran casi las cinco de la mañana de ayer cuando el crédito universal de Cañada Rosquín pisó suelo caliente para catar una emotiva reversión de “La colina de la vida” con Abel Pintos y Andrés Giménez como segundos en voz, y eran casi las siete cuando, con el sol asomando entre las sierras, se despidió con el temblor sin igual de “Pensar en nada”, que extasió almas y cuerpos en una plaza casi llena... “Está bueno tocar a esta hora, porque se quedan todos los que se quieren quedar... es como tocar en la cacharpaya”, lanzó Gieco con las cámaras del 7 guardadas y un público al rojo vivo que, claro, no se iba a ir hasta que la despedida quedara totalmente consumada.
Dos horas en las que Gieco atravesó tres estadios bien delineados. Un primer momento dedicado a la mujer, en el que el cantautor, solo con su guitarra y armónica, entregó íntimas y entrañables versiones de “Solo le pido a Dios” (con imágenes de Mercedes Sosa monopolizando la pantalla led dispuesta a sus espaldas), “La cigarra” (en obvio tributo a María Elena Walsh), “Canción de amor para Francisca” y “La memoria” con speech visceral incluido (“para toda esa manga de asesinos y genocidas que deberían terminar en cárceles comunes toda la vida”), y un derrotero de imágenes que pendulaban entre Evita y Joni Mitchell, entre Estela Carlotto y Joan Báez; entre Rigoberta Menchú y Tania Libertad. Un segundo momento a tres guitarras –casi a la manera zitarrosana– y homenajes a héroes de la música popular: al mismo Alfredo Zitarrosa, “Zamba por vos” mediante; a Antonio Tormo, el cantor de las hermosas cabecitas negras de los ’50, con “Puentecito de mi río”, el vals cuyano que, de no haber ocurrido “El rancho e’ la Cambicha”, se hubiese transformado en el lado A de aquel folklore; a Jorge Cafrune, con una pieza clásica que inmortalizó el barbudo más amado de Cosquín (“Cuando llegue el alba”); a Atahualpa Yupanqui, pasado por el tamiz de Gieco (“La guitarra”); y a Víctor Jara, a quien el santafesino le compuso “Chacareros de dragones” no bien se enteró de que los sanguinarios hombres de Pinochet lo habían asesinado en el mismo estadio que hoy lleva su nombre.
Con un remanso a capella como nexo (“Cinco siglos igual”), el tercer momento Gieco recibió el alba con la munición pesada –a veces demasiado pesada– que le aporta D’Mente y, unidos por partida triple, trastrocaron el ritmo original de “El ángel de la bicicleta” –de cumbia a power rock–, le doblaron la electricidad a “La mamá de Jimmy” y antes de que “La maza” empezara a terminar una luna encendida –con toda la gente sacada, saltando arriba de las sillas–, incurrieron en otra vieja canción: “Todos los caballos blancos”.
El piso estaba caliente –resta aclararlo– porque, antes de Gieco, Arbolito había generado lo que muy pocos –más bien nadie– logran en Cosquín: diez minutos ininterrumpidos de exigencias de bis por parte de la popular. No hubo tal, pero quedó sellado el precedente. Tras el (cuasi) folklore teenager de Pintos, esta banda que hizo reencarnar el aura de Ian Anderson en valles, ríos y montañas de este lado del mundo, motivó un ida y vuelta con el público que mantuvo una pareja y altísima intensidad de principio a fin: “El sueño del pibe”, “Saya del yuyo”, “Estudio de charango”, “Baila, baila” y “Sobran”: uno mejor que el otro.
Hubo otros momentos para el disfrute en la tercera luna coscoína: Baglietto-Vitale haciendo “Naranjo en flor” y “El témpano”, o Roxana Carabajal con esa sensualidad tan natural, en voz y movimiento, que le fluye cada vez. También “lateralidades”: Walter Meza –¡cantante de Horcas!– poniendo su voz al carnavalito experimental de Hugo Bistolfi; Leandro Lovaro, el “Jumping Jack Flash de la Chacarera”, o el Student Lean, un grupo de country-speed estadounidense que, al nombrar el locutor su origen, no hizo más que provocar un diluvio de silbidos. “Si van a traer algún yanqui, por lo menos traigan a Dylan”, fue la sentencia de una hippy folk no muy contenta con la situación. Confórmese, mujer: Bob, o su espíritu, había sobrevolado el cielo de Cosquín vestido con otro ropaje y la misma electricidad que provocaron los proyectiles en Newport, hace 46 años. Algo es algo. Y mucho es algo más... sólo hay que saberlo ver.
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