Mar 21.03.2006
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MUSICA › HOY COMIENZA LA TEMPORADA OPERISTICA DEL TEATRO COLON, CON UNA NUEVA PUESTA DE “LA BOHEME” DE PUCCINI

Un mecanismo perfecto puesto al servicio del espectáculo

Es la ópera más exitosa de la historia y está basada en un folletín. Puccini anticipa, en su composición, técnicas del cine. La régie es de Willi Landín y la dirección de Stefan Lano.

› Por Diego Fischerman

“Hay que hacer Bohème. Eso es todo”, dice Willi Landín que se dijo a sí mismo. El régisseur, asiduo colaborador del teatro San Carlo de Nápoles, donde dirigió a Gérard Depardieu e Isabella Rosellini en Oedipus Rex y Perséphone, de Igor Stravinsky, es un convencido de que la ópera no tiene por qué “ser siempre igual a como fue hasta ese momento”. Algunas de sus puestas han causado un discreto escándalo entre el público más conservador, como sucedió con su reciente Barbero de Sevilla, de Rossini, en el Colón. Pero esta vez, explica, “no había que hacer ninguna otra cosa que lo que había que hacer: dejar que la ópera de Puccini, una maquinaria perfecta, siguiera su curso”.

Convocado para abrir la temporada 2006, con La bohème, que se estrena, en esta nueva versión escénica, hoy a las 20.30 en el Teatro Colón, Landín cuenta a Página/12 que uno de los elementos que lo atraen de esta ópera es que “sus personajes son antihéroes; en ese sentido, tal vez esta sea la primera ópera realmente verista. Aquí no se trata de dioses ni de reyes. Ni siquiera de grandes terratenientes o de poetas legendarios. Son personas preocupadas por comer, por pagar el alquiler, por no estar solas”. Estrenada en Turín el 1° de febrero de 1896, con la dirección de Arturo Toscanini, esta es la cuarta ópera compuesta por Giacomo Puccini, después de Le villi, Edgar y Manon Lescaut. El escritor Heinrich Mann contaba, en su autobiografía, que su primer contacto con la música de Puccini fue viajando en la plataforma de un tranvía, de Florencia a Fiesole, en 1900. “Escuché a un organillero y unos pocos compases me convencieron de saltar del tranvía para preguntarle qué melodía era esa.” Se trataba de “Che gelida manina”, el aria de Rodolfo en el primer acto de La bohème. Y, más allá de que haya deslumbrado a Mann, el hecho de que apenas cuatro años después de su estreno fuera tocada por un organito callejero dice bastante acerca de las maneras de circular de la ópera en los comienzos del siglo XX –y en Italia– y del éxito inmenso que tuvo La bohème. Un éxito que estuvo lejos de ser transitorio: se trata de la ópera más representada de la historia.

Podría pensarse que parte del favor del público se debió a su libreto. El folletín Scènes de la vie de bohème, de Henri Murger, editado en Le Corsaire, adaptado como obra teatral (La vie de bohème) por su autor junto a Théodore Barrière, en 1849, y publicado en forma de novela en 1851, había sido uno de los éxitos literarios más grandes del siglo y era una verdadera tentación para el mundo de la ópera. De hecho, cuando Puccini decidió tomarlo como base para el libreto de una ópera, ya Ruggero Leoncavallo estaba haciendo lo propio. Sin embargo, la ópera de Leoncavallo, estrenada en Venecia un año después que la de Puccini, fue un fracaso. No era sólo el libreto lo que lograba el efecto. Y no se trataba únicamente de una historia de repercusión probada. La ópera de Puccini provocaba escenas de llanto desconsolado en las funciones y eso se debía, además de a esa historia de amor, muerte e ideales rotos, a su infalible sentido teatral y a una manera de componer que hoy no se dudaría en calificar como cinematográfica. Como ejemplo podría bastar la manera, absolutamente hitchcockiana, en que un tema musical anticipa la existencia de Mimí cuando el personaje aún no ha aparecido. Los amigos planean salir, uno de ellos dice que prefiere quedarse y, en ese momento, la música explica que hay un motivo poderoso para que él se quede. A los pocos minutos de que él se haya quedado solo, ella golpeará su puerta porque se ha quedado sin lumbre.

“Ellos saben que no va a funcionar. Son dos soledades que se juntan”, define Landín. En su puesta buscó, además, “rescatar eso que Puccini tiene de cinematográfico”. Y es que además de trabajar todos los actos con variaciones de temas escuchados en el primero –un recurso que tomaron maestros de la música de cine como Bernard Herrmann y Miklos Rosza y que hoy utilizan desde John Williams a Dany Elfman–, Puccini propone, en la propia escena, cuestiones que anticipan la idea de montaje. El segundo acto, por ejemplo, es una sucesión de pasajes corales (tomas panorámicas) y acercamientos a pequeños grupos. “Me preocupó trabajar la continuidad escénica; que en esa especie de montaje entre escenas grupales y primeros planos no hubiera personajes quietos, estáticos, esperando que les llegara el turno de cantar”, explica el régisseur. Para él, por otra parte, tiene una importancia fundamental el tercer acto. “Es el verdadero acto de la bohemia; es el momento de mayor espesor dramático y donde las mujeres también aparecen como personajes libres, que quieren alejarse del modelo burgués.”

En La bohème, Puccini pone en práctica un cierto estilo coloquial, equidistante del recitativo, del arioso y de las arias tradicionales. Se trata de una especie de continuo dramático, que nada tiene que ver con la declamación enfática del verismo y que termina proponiendo una nueva organización formal, sumamente alejada de las convenciones de la ópera tradicional y donde el tiempo de la escena tiende a coincidir con el tiempo psicológico de los personajes. Más cerca de las enseñanzas del Falstaff de Verdi y de autores franceses como Georges Bizet y Jules Massenet, La bohème tiene, en un sentido, una estructura dramática mucho más sencilla que la de la mayoría de las óperas italianas de su época. Sin embargo, el efecto de continuo musical, reforzado por una orquestación brillante y por un orden impregnado de una rígida lógica temática, fue absolutamente revolucionario. Arnold Schönberg, tal vez quien más hizo en su época para encontrar una música que pudiera hacer realidad, en el sonido, aquel grado de abstracción que su amigo Kandinsky conseguía en la pintura, admiraba a Puccini. Nada más alejado de la abstracción que esa música poderosamente dominada por el teatro –y esa idea teatral fulminantemente poseída por la música–. Nada más alejado de Schönberg que Puccini. Sin embargo, esa improbable admiración tiene el efecto de poner al descubierto aspectos poco evidentes. Como la novela policial leída por Borges, la ópera de Puccini escuchada por Schönberg se convierte en mecanismo puro. Y allí es donde toda esa perfección puesta al servicio del espectáculo –y del negocio de la ópera– se convierte en obra maestra.

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