Lun 14.03.2011
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MUSICA › OPINION

Matar o morir

› Por Diego Fischerman

No hubo anuncio oficial. No es el estilo de esta gestión. Aún no se han puesto en venta los abonos para un ciclo que supuestamente comenzará el 29 de este mes. Pero el viernes a la tarde, el director musical del Teatro Colón, Reynaldo Censabella, limó las yemas de sus dedos llamando sin mucho éxito pianistas avezados en la lectura (apresurada, podría asegurarse) de música del siglo XX. El objetivo, ya adelantado por este diario, es perpetrar uno de los disparates musicales más grandes de la historia de la sala: estrenar una ópera sin la parte de orquesta escrita por el autor. La razón no es sólo esa particular clase de ignorancia que da el saber parcial y que hace que un preparador de voces considere a las mismas como único fundamento de un género de alta complejidad como la ópera. La razón es, además, política. Lo que se busca, más allá de la falta de respeto por la composición y otras minucias, es mostrar todo lo que estaba listo para un espectáculo maravilloso que le será birlado al público por la exclusiva responsabilidad de los perversos integrantes de la Orquesta Estable del teatro.

La obra en cuestión es El gran macabro, de György Ligeti (un título, en este caso, de patente autorreferencialidad). La orquestación de una obra o, yendo más lejos, lo que un autor previó para ella, nunca es una cuestión menor. Pero mucho menos lo es en el caso de los grandes maestros, que en general escribían tensionando las fórmulas más estereotipadas de sus épocas, y en el de la música compuesta a partir de fines del siglo XIX, donde los timbres, las texturas y las densidades se convierten en materiales esenciales de la composición. Hasta cierto punto, puede pensarse que en una versión para piano de una sinfonía de Beethoven (Liszt lo hizo), a pesar de lo que sin duda se pierde, la obra sigue estando allí. Es impensable, en cambio, la mera posibilidad de cualquier clase de transcripción para obras como la Sinfonía de Berio, Ionisation de Varèse o Atmósferas de Ligeti, composiciones pensadas en y para –y sobre– un instrumental exacto e irremplazable. En El gran macabro de Ligeti, acompañada por dos pianos y percusión (que es lo que el Colón intenta hacer), de la obra sólo quedaría lo macabro. Y es que, para peor, no se trataría de una transcripción sino de una reducción, es decir de una versión de estudio y ensayo (nunca de concierto) destinada tan solo a guiar a los cantantes durante el proceso de preparación y hecha pública sólo por la necesidad de mostrar que no es de ellos la culpa de que el abono de este año no se abra como corresponde. Pero la culpa es de ellos.

En la bizantina discusión que el gobierno intenta generar acerca de la responsabilidad de los artistas sindicalizados y, en particular, de los que siguen a los delegados de ATE (uno de los gremios con injerencia en el Colón) se olvida, o se oculta, que no todo es simétrico y que el papel que juegan los empleados y quienes deben dirigirlos ni son iguales ni implican la misma carga de responsabilidad frente a la ciudadanía, que es la que paga sus salarios. La relación laboral de estos actores con el Estado implica, en última instancia, un convenio por el cual se espera de los empleados que cumplan con las funciones que sus directivos estimen correspondientes. Un director del Teatro Colón no puede –como lo haría alguien del público, que no cobra su cuantioso salario sino que, en cambio, lo paga– quejarse del nivel del Ballet Estable. Debe solucionarlo. Puede comprenderse, hasta cierto punto, que alguien deteste a quienes llevan adelante protestas sindicales. Lo que no resulta tan evidente es que quiera dirigirlos. El Colón siempre fue una institución conflictiva. La propia naturaleza de su objeto lo hace inevitable. Ya en 1921 se escribía, en el diario La Nación: “Desde hace más de diez años venimos sosteniendo una verdad que, por evidente que sea, no tiene menos interesados en ocultarla: el teatro lírico está atravesando una grave crisis”. Y, además, nadie desconoce la cuota de conflictividad cotidiana de los argentinos. Es imposible alegar sorpresa o ignorancia. El entuerto que llevó a que el Colón cerrara sus puertas a apenas siete meses de haberlas abierto en una fastuosa fiesta de la farándula no fue diferente de los miles que atraviesan su historia. Lo distinto fue la manera de querer resolverlo. Y, evidentemente, el hecho de no lograrlo. En un hecho totalmente inédito, el Colón interrumpió las funciones de un año y no sabe cómo hacer para comenzar las del siguiente. Ese teatro cuya refacción aún inconclusa costó a los ciudadanos más de 500 millones de pesos y cuyo sostenimiento de este año se llevará 180 millones del presupuesto municipal, no funciona. La línea de acción decidida por las autoridades, ante ese conflicto que, no debería olvidarse, comenzó con un empleado tapando con la mano una de las cámaras colocadas por un servicio de seguridad tercerizado, fue el enfrentamiento radical. Los sumarios a los “rebeldes” ya tienen dictamen favorable a los trabajadores, según pudo saber este diario. Y los juicios con que la dirección del teatro pretende un resarcimiento económico por parte de los huelguistas tienen, según todo lo indica, el mismo destino. El gobierno buscó matar o morir. Y no mató.

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