MUSICA › EL TRíPTICO, DE GIACOMO PUCCINI, EN UNA PUESTA BIEN AJUSTADA DEL TEATRO COLóN
La emotiva ovación final que recibió el viernes Amarilli Nizza por su intensa, memorable labor en Suor Angelica fue un digno broche para la puesta de Stefano Poda y Richard Buckley, que entregará nuevas funciones mañana y el viernes.
› Por Diego Fischerman
Il tabarro, con libreto de Giuseppe Adami, Gianni Schicchi con libreto de Giovacchino Forzano y Suor Angelica, con libreto de Giovacchino Forzano.
Dirección musical: Richard Buckley
Dirección de escena y diseño de iluminación: Stefano Poda
Diseño de escenografía: Daniel Feijoo
Diseño de vestuario: Cristina Pineda
Coro Estable del Teatro Colón (preparado por Peter Burian)
Coro de Niños del Teatro Colón (preparado por César Bustamante)
Orquesta Estable del Teatro Colón
Elenco: Juan Pons, Amarilli Nizza, Carl Tanner, Agnes Zwierko, Beatriz Díaz, Darío Schmunck, Mario De Salvo, Gabriel Renaud, Duilio Smiriglia, Marina Silva, Santiago Bürgi, Osvaldo Peroni, Irene Burt, Mario De Salvo, Alicia Cecotti, Leonardo Estévez, Norberto Marcos, Sebastiano De Filippi, Fernando Grassi, Christian Peregrino, Alejandro Di Nardo, Guido Sanz, Ramiro Cony, Lucila Ramos Mañé, María Luján Mirabelli, Eliana Bayón, Victoria Gaeta, Oriana Favaro, Gabriela Ceaglio, Laura Polverini, Vanesa Mautner, Mateo Zuker y Valentín Gobet.
Teatro Colón. Viernes 10 de junio.
Nuevas funciones, miércoles 15 y viernes 17, a las 20.30.
El tríptico, una suerte de ensayo acerca de las formas del realismo, fue estrenado por Puccini en Nueva York, en 1918. Un drama sórdido y naturalista, donde un pequeño y pobrísimo barco de carga es el escenario de un triángulo amoroso, un culebrón “de convento”, con revelación de muerte de hijo incluida, y una comedia negra, en que una familia recurre a la impostura para hacerse con la herencia de un rico recién fallecido, que ha tenido la mala idea de testarla a los frailes, establecen una especie de arco que el compositor aprovecha para poner en juego la summa de la música aplicada al teatro. Una summa que incluye, en la primera de las óperas en un acto que constituyen este tríptico, crudas disonancias y hasta un vals politonal que anticipa a Nino Rota. En rigor, Il tabarro (el capote) anticipa mucho más. Con su estructura de mosaico, de montaje casi permanente, cristaliza las leyes narrativas que mucho más adelante regirán al cine.
Stefano Poda unificó el espacio de las tres óperas utilizando agua en el piso y un espejo situado a 45 grados sobre el escenario. La escena está así siempre duplicada, en planos distintos. E invirtió, además, el orden de las últimas óperas. De esa manera trazó un relato de índole diferente. La comedia no es más que un descanso pasajero y en el final se desarrolla la más truculenta de las tragedias. La impactante escenografía de Daniel Feijoo se completa con una rampa y una construcción en falsa perspectiva, vista casi desde arriba: un barco en la primera, una cama en Gianni Schicchi y una cruz en Suor Angelica. Ni el espejo ni el agua son recursos nuevos. El primero fue parte esencial de la puesta de Yannis Kokkos para Los troyanos, de Berlioz, en la Opéra de París, de la de Hugo de Ana para Aida, en La Scala de Milán y, sin ir más lejos, de la versión de La vida es sueño presentada el año pasado por Calixto Bieito en el Teatro San Martín. Y la segunda estuvo presente en puestas como la de Robert Carsen para Katya Kabanová de Janacek, la de Peter Sellars para L’Amour de Loin, de Kaija Saariaho y, recientemente, en la régie de Michal Znaniecki para Eugene Oneguin en el Argentino de La Plata.
No obstante la utilización de Poda es efectiva y, si en Il tabarro no llega a exceder un cierto esteticismo más bien exterior, y en Gianni Schicchi no aporta mucho más que el elemento para un chapoteo de comicidad dudosa, en Suor Angelica, con el formidable movimiento coreográfico de las monjas, que permanentemente se desplazan en lentísimos círculos, resulta en una singular belleza. La idea, no obstante, se vio opacada por la desprolijidad de la resolución técnica. Tanto las tiras de tapete sobre las que se asentaba el agua como las de plástico reflejante que constituían el espejo, estaban mal pegadas, con junturas y arrugas visibles, lo que no se compadece con el nivel al que un teatro como el Colón está obligado.
La puesta, sin embargo, tuvo aciertos notables y brilló allí donde encontró actores capaces de encarnar de manera comprometida sus personajes. El juego de las sillas y la fantástica composición de Juan Pons en Gianni Schicchi, y la memorable actuación de Amarilli Nizza en Suor Angelica, con un final de una intensidad dramática y una excelencia musical inusuales, estuvieron entre lo mejor de una noche donde también se destacaron la notable mezzosoprano Agnes Zwierko, en su Georgetta de Il tabarro y en la inflexible tía de Suor Angelica, una deslumbrante Beatriz Díaz en la hermosa aria “O mio babbino caro” de Gianni Schicchi –una especie de injerto extraño y bienvenido– y el conjunto de las monjas, que, independientemente de sus méritos musicales, produjo un hecho teatral trascendente. También descolló la orquesta, segura en las partes solistas y expresiva en los matices, dirigida por Richard Buckley con particular sensibilidad y un control preciso sobre el ritmo y los planos musicales.
Incidentalmente, como para completar una noche operística en toda la línea, no faltó la explosión emotiva de la protagonista de Suor Angelica, que recibió, invadida por el llanto –y, tal vez, aún poseída por su personaje–, una de las ovaciones más grandes que se hayan prodigado en el Colón en los últimos tiempos. Y tampoco faltó el sonoro e inexplicablemente agresivo abucheo de un sector de la barra brava que, con religiosidad talibán y un espíritu pedagógico que nadie pedía, más que expresar su discutible gusto pretendió condenar no sólo los aspectos novedosos o no literales de la puesta sino, sobre todo, a aquellos que los habían disfrutado.
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