MUSICA › EL CANTANTE DE FAITH NO MORE PRESENTO SU PROYECTO MONDO CANE EN EL COLISEO
Rodeado de una orquesta heterogénea y multinacional, el vocalista revisó canciones italianas de los ’50 y los ’60. Y casi siempre sin intentar traducirlas al formato rockero, aunque los mejores momentos se dieron cuando apareció ese cruce.
› Por Mario Yannoulas
Escuchar a un gringo rockero cantar canciones populares italianas de mitad del siglo pasado, acompañado por una orquesta ítalo-argentino-norteamericana, puede ser un menú misterioso. Pero nada que provenga del cantante cuya mayor fama se debe al fenómeno Faith No More –banda emblema de los ’90 con la que regresará a Buenos Aires en noviembre– ha de sorprender demasiado, porque Mike Patton jamás se detiene. Esta vez arribó a la Argentina para presentar Mondo Cane, uno de sus incontables proyectos, basado en la reversión de aquellas canciones de los ’50 y ’60 que escuchaba por la radio mientras vivía en Bolonia con su ex mujer. El antecedente discográfico era el debut epónimo, lanzado en 2010, un registro de doce de las piezas que se escucharon el fin de semana en el Teatro Coliseo, en el inicio de una pequeña gira latinoamericana.
Cerca de las 21.30 del sábado, el telón se levantó para develar al hombre y sus músicos. Patton, sonriente, apareció con traje negro a rayas, opaca camisa violeta y resplandecientes zapatos, cadena de oro y pelo engominado. Atrás y a sus lados, la orquesta. Veinticuatro intérpretes en cuya disposición se insinuaba la falta de prejuicios: convivían violines y un piano de cola, un theremin –ejecutado por el enigmático Vincenzo Vasi, suerte de cortesano extemporáneo– y laptops. Las primeras notas de “Il cielo in una stanza”, de Gino Paoli, abrieron los sentidos de la noche, que rápidamente se dejó llevar por los antojos vocales y gestuales del cantante. A la forma de un crooner mediterráneo, entre gestos y ademanes, Patton se erigió en segundo director de orquesta, complementando la excelente labor del argentino Cheche Alara. Más adelante llegó “Che notte”, más arriba en tono y tempo, y con un toque klezmer en el oboe de Enrico Gabrielli que la diferenció de la versión original.
El de la orquesta era un caso particular. La imposibilidad de trasladar la estructura original de 65 integrantes obligó a acortar el número y acoplar músicos locales de manera que, a un combinado de italianos y estadounidenses –entre ellos, el bajista Trevor Dunn, compañero de adolescencia y de Mr. Bungle, mítica primera banda de Patton–, se empalmaron los violines de la Orquesta Sinfónica de Buenos Aires y la conducción musical de Alara. El resultado fue muy bueno: pese al poco tiempo de ensayo, la intuición y las miradas cómplices aportaron adrenalina sin dejar rastros de música enlatada.
“Hola, porteños, porteñas, ¿todo bien?”, consultó Patton en digno cocoliche, después de “Ore d’amore”. Experiencias como las de Deep Purple y Metallica han demostrado que la aproximación entre rock y músicos clásicos puede arrojar resultados interesantes. Pero esta vez fue un poco más allá. A la pericia de la orquesta y un conjunto de partituras repletas de tramas se sumó el componente esencial: uno de los mejores cantantes de rock quitándose una vez más ese ropaje para abordar un género que no le es tan propio, y sin intentar traducirlo a su idioma musical originario, al menos la mayor parte del tiempo. De todos modos fue procesando esa materia prima a través de una matriz rockera cuando logró sacarle más jugo a la situación. Así llegó la desopilante “Urlo nero”, que le permitió desplegar sus bramidos rozando el noise rock, y hasta escupir en el piso, como recordando de dónde viene. Intercalados, se destacaron dos solos de voz que parecieron emular el sonido de la vida reproducido en fast forward.
Los otros momentos más sustanciosos fueron de austeridad, cuando las ondas de voz se dibujaron en el aire, como en “Quello che conta” o “Scalinatella”, en la que, acompañado casi en toda la canción sólo por una guitarra acústica, el cantante montó un clima íntimo y redujo la arquitectura del Coliseo a las húmedas paredes de un viejo bodegón. En el medio de esos extremos con Mondo Cane, Patton aparta la prodigiosa versatilidad de su voz para, desde un confeso respeto hacia las versiones originales, instalarse en un registro medianamente homogéneo, ponerse cómodo y acentuar la interpretación dramática, descansando en el grosor de la orquestación. El producto fue, muchas veces, exquisito.
Además de lo estrictamente musical, Patton demostró ser un intérprete de un magnetismo único. Su performance fue un largo paso de comedia, que lo llevó a tirarle besos a una integrante del coro, robarle un shaker a su percusionista, añadir efectos a la voz con un megáfono, y hasta pedirle en claro castellano al director de la orquesta que le convide “un amargo” a la salida de los bises. Sí, el cantante se tomó un mate en el medio del tema y lo incorporó a la letra bajo el nombre de “questa matecita” (sic). Eso sí: el mate fue lo único amargo de la noche, porque todo el mundo se fue del Coliseo con una sonrisa.
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