MUSICA › JUDAS PRIEST, CEREMONIA METALERA ANTE VEINTICINCO MIL PERSONAS EN RACING
No era el final de la banda, sino el adiós a las largas giras, pero la velada con la legendaria banda británica tuvo el tono épico acorde. Y Rob Halford y sus secuaces supieron darle forma a una lista con todo lo necesario, y alguna sorpresa.
› Por Juan Ignacio Provéndola
Cuando las leyes del mercado rigen los designios de una producción artística, sucede lo que el domingo en Avellaneda: un final sin final, un sepelio a cajón abierto, el funeral de los sin luto. Judas Priest había anunciado su Epitaph Tour, una gira de dos años de duración con la pretendida intención de dar por finalizada una carrera de tanto más de veinte discos y tanto menos de cuatro décadas. Como todo recurso que amenaza escasear, los tickets comenzaron a volar lo mismo en Vancouver, Bogotá, Yokohama o cualquier otro recodo de este periplo velatorio que abarcará casi todo el globo. Cuando Rob Halford dijo que no era un cese de actividades, sino un receso de las giras (tras la cual entrarán a grabar un nuevo disco de estudio), el pescado ya estaba vendido. Entonces, el domingo (así como los días anteriores en Brasil y los que siguen en otras coordenadas) no hubo lugar más que para despedir a algo que parece irse, aunque sin extinguirse. Y, sin irse, Judas terminó volviendo. Volviendo a la Argentina otra vez –la cuarta como tal, aunque la primera sin el guitarrista KK Downing– y a su propia historia, la cual revisó de manera harto rigurosa: para asombro de viejos fanáticos y de neófitos de ocasión, no hubo disco sin revisar, ni siquiera la obra fundacional pre-British Steel que había quedado marginada de los repertorios contemporáneos.
Y aunque una y otra vez la banda se valió de recursos pirotécnicos a través de lenguas y haces de fuego que bramaban por el escenario, no todo ardió a la temperatura de los calores épicos de la leyenda. Corrió frío por el estadio de Racing, y no es esto un eufemismo futbolero: lejos de una víspera de primavera, en la noche del domingo circularon por el estadio unos hálitos glaciares que rompieron la cuarta pared entre los que se incendiaron por los dominios del campo y quienes lamentaron gastos por aparentes ubicaciones preferenciales en las que sólo hubo padecimientos por la inclemencia del meteoro y, para qué negarlo, notables defecciones sonoras.
Así fue como, según en qué lugar del Cilindro de Avellaneda haya caído en gracia, el espectador bien pudo disfrutar del talante ino-xidable de David Coverdale o bien padecer la bola de ruido descontrolada en la que se convertía eso que, a cien metros de distancia, se presentaba como Whitesnake. Baladas de San Valentín como “Is this Love” o “Here I Go again”, la soberbia furibunda de estribillos al estilo “Fool for your Loving” o “Still of the Night”, el repaso de su gestión en Deep Purple con “Burn”, “Stormbringer” y “Soldier of Fortune” –a capella– y algunas muestras de su reciente disco Forevermore (porque no sólo de recuerdos vive el hombre) dejan el innegable veredicto de que, al menos por su esmerada trayectoria, Coverdale mereció mejor sonido que el que le fue ofrecido como telonero.
Cuando cedió el telón de fondo que llevaba inscripto el nombre de la gira, quedó claro el plan apocalíptico de una banda que supo jugar y llevar al límite de lo insoportable tanto la semiótica cristiana como la iconografía de los ámbitos sado-gays de los ’80. Entonces sonó “Rapid Fire”, o la poesía metalúrgica llevada a la literalidad que inspiró el clásico British Steel (1980) en las intimidades industriales de Birmingham, febril polo fabril y cultural donde germinaron Black Sabbath, Duran Duran, Electric Light Orchestra, Steel Pulse y, también, la Revolución Industrial. En sincronía, tal vez para no abandonar la línea, lo sucedió el clásico himno “Metal Gods”, que alentó los primeros puños erectos de la noche y comenzó a enchapar en bronce una gesta que arrancó gritos de sorpresa cuando Judas buceó sus horas setentosas con “Starbreaker”, “Never Satisfied” y “Victim of Changes”, una suerte de convulsionado viaje chamánico de diez minutos extraído y alterado directamente de su segundo disco, Sad Wings of Destiny (1976).
A contrapunto de esto, “Nightcrawler”, “The Sentinel” y “Painkiller” tensaron la cuerda hacia el costado más violento y agresivo del grupo, aquel sobre el que fueron, volvieron y abandonaron tantas veces como lo desearon a lo largo de una discografía en la que hubo aceptaciones y polémicas (resumidas ellas quizás en Turbo, celebrado esta noche a través de “Turbo Lover”), pero una innegable intención de dar siempre un paso hacia adelante. Más allá del fuerte juego de luces, rayos láser, fuegos y vestuarios, de fondo siempre escrutaba a la multitud la tapa del disco en ciernes, fortalecida esta memorabilia por alguna alocución de un Halford que se mostró como un conspicuo orador, aunque relegando en varias oportunidades sus diestras tareas como vocalista (¿tuvo algún sentido esa versión karaoke de “Breaking the Law”?).
La banda sonó justa y concreta, como es de esperarse en un elenco que de esto la sabe lunga: la teatralidad magnética de un Halford campeón si de manejo de emociones y multitudes se trata, la precisión aritmética del bajista Ian Hill y el baterista Scott Travis en el movimiento de bases, y la pulsión sanguínea y espiritual del guitarrista Glenn Tipton, ahora asociado a Richie Faulkner, sustitución del disidente KK Downing, a quien divide en edad, pero empata en personalidad y responsabilidades escénicas. El tiempo pasa, los proyectos concluyen y hay cosas que jamás cambiarán, como las clásicas arriadas de banderas locales en vivo, la irrupción a todo estruendo de la Harley Davidson (muletto amarillo que sustituye ocasionalmente a la que Halford rompió en Brasilia cuando se cayó en pleno show), y el cierre a cargo de “You’ ve Got another Thing Comin’” y “Living After Midnight”. A fin de cuentas, un fin sin despedida, un saludo sin adiós. Una consagración a lo vigente y no el culto a la necrofilia. El último acorde y cinco cabezas agachadas en agradecimiento a 25 mil agradecidos.
Músicos: Rob Halford (voz), Glenn Tipton (guitarra), Richie Faulkner (guitarra), Ian Hill (bajo) y Scott Travis (batería).
Bandas invitadas: Whitesnake y Tren Loco.
Público: 25 mil personas.
Duración: 120 minutos.
Estadio Racing, 18 de septiembre.
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