MUSICA › OPINION
› Por Marcelo Simón *
El folklore tiene contenidos misóginos en América latina, que hemos sabido enriquecer, a partir del legado hispánico inicial, con variopinto cultivo en diversas vertientes: zambas, chacareras, chamamés, milongas, cumbias villeras y tangos se han ocupado de la mujer impiadosamente desde hace mucho. Esta fobia puede ser rastreada por lo menos desde la copiosa documentación coplera del español Francisco Rodríguez Marín que tanto inspiró a nuestro Juan Alfonso Carrizo, quien, dicho sea de paso, no trepidó en censurar los versos políticamente incorrectos que dice o canta el pueblo desde siempre. Ahí y en otras fuentes aparece el machismo más enjundioso, generalmente celebrado con estrépitos diversos (por ejemplo en los festivales) o al menos tolerado sin mayores objeciones en otros foros.
Martín Fierro tiene su miga al respecto. El personaje, frecuentemente elegido como prototipo de la nacionalidad, humilla a una mujer negra tanto como para que su compañero, que reacciona en defensa del honor de la morocha, sea achurado por la criatura hernandiana. Fierro, de todas maneras, tiene actitudes piadosas para con otras féminas, presumiblemente blancas: su propia esposa, a la que perdona por haberse ido con un gavilán, y la cautiva, que es víctima de la tortura de otro hombre –claro que aborigen–, quien además asesina a su bebé. En ese admirable y cruel relato no falta un dato estremecedor: uno de los protagonistas, el Viejo Vizcacha, mató a su mujer con un palo porque le cebó un mate frío, como cuenta el Hijo Segundo de Fierro en el reencuentro familiar, sobre el final de la historia en la que este viejo perdulario aconsejaba a los varones, comprensiblemente, no casarse: “Si querés vivir feliz, / dedicate a solteriar”, decía.
En nuestro cancionero hay otros ejemplos más recientes de uxoricidios: el marido de la salteña Juana Figueroa le recrimina a la muerta ¡qué él mató! su comportamiento en vida, según el texto del jujeño Jorge Calvetti; mucho más acá en el tiempo, Víctor Heredia jura que vio al asesino y marido de Alelí bailar con la sombra de la pobrecita en la celda, como si nada hubiera pasado. En fin, tal vez no haya que llegar a esos extremos. Una golpiza adecuada puede corregir conductas femeninas, dice Alfredo Zitarrosa, en “Coplas por cifra y milonga” (que en Carmen de Patagones canta también el soguero Angel Hechenleitner en recopilación propia): “A la mujer cuando es buena / no hay plata con que pagarle; / pero cuando sale mala / no hay palo con que pegarle”.
Algo parecido se afirma en una chacarera de Calixto Brizuela que suele cantar el sanluiseño Juanón Lucero: el hombre le propone a su novia ir a vivir al campo, pero a ella no le gustan esos aires; entonces él el promete una guacha (rebenque de hoja gruesa) de cuero, “no sé si te va a gustar”, le añade. Y por las dudas no alcance, “esta guitarra que tengo te la pongo de collar”. No es raro que en el folklore, sobre todo hace años, las propias mujeres repitan sentencias como ésta: “la mujer engañadora, doscientos palos merece” cantaba la gran Martha de los Ríos, mamá del inolvidable Waldo.
Es pertinente, si uno le presta atención al viejo cancionero: algún bailecito, cierta chacarera, alguna baguala masculina repiten: “La mujer es como el diablo, / parienta del alacrán: / cuando ven al gaucho pobre / alzan la cola y se van”.
Por eso hay que castigarlas.
“A las mujeres, quererlas / y no darles de comer, / porque si comiendo engañan, / muertas de hambre quieren bien”, anotó Jorge Washington Abalos en una recopilación santiagueña. Horacio Guarany, que ha escrito tantas canciones sentimentales tan buenas, en los comienzos de su carrera grabó “Todas las cositas”, un bailecito de Tito Véliz en el que afirmaba: “Mi mujer de cualquier cosa quiere reír, / le doy un chirlo, una patada,/ una trompada, la hago dormir”.
En la vecindad, por las esquinas del tango, el panorama empeora. Con solo escuchar a Edmundo Rivero se entera uno (“Tortazos”, de Maroni y Razzano) de que el varón no la rompe de un tortazo a la mina “por no pegarle en la calle”. Parece que así hay que actuar, como atestiguan los vecinos de una pareja que escuchaban puertas adentro los cachetazos del galán que “parecían aplausos, parecían, de una noche de gala en el Colón”, como creo que cronicó Celedonio Flores.
El premio mayor, de todas maneras, lo deberían recibir este “Amasijo habitual” de Carlos de la Púa refiriéndose al varón y su compartamiento: “La durmió de un cazote, / gargajeó de colmillo, / se arregló la melena / y pitándose un faso, / piantó de la atorranta pieza del conventillo / y silbando bajito rumbeó p’al escolaso”.
* Director de Radio Nacional Folklórica.
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