MUSICA › LIVE IN HALIFAX, EL DVD EN VIVO DE PAUL MCARTNEY
La cajita que Página/12 ofrece mañana a sus lectores es todo un festín: el mismo show que pasó por Buenos Aires hace un año, con una lista que balancea material solista y clásicos Beatle de manera formidable, a través de una banda que se conoce de memoria.
› Por Eduardo Fabregat
Los casos de músicos-máquina del tiempo son ciertamente escasos. No abundan. Tienen un valor especial.
Paul McCartney es uno de ellos.
El músico-máquina del tiempo lo diluye todo, elimina toda frontera y todo salto temporal, toda disquisición acerca de cuándo sucedió esto y aquello, cuál era el contexto que rodeaba aquella canción. Paul es puro presente.
Paul y, claro, John, George y Ringo.
La diferencia (la dolorosa diferencia, porque implica ausencias que uno preferiría no experimentar) es que Paul todavía está aquí, cercano a los 70 y tremendamente vital, en ese hábitat donde el tiempo no le importa a nadie: el escenario. Allí donde McCartney es McCartney y el bajo Hofner para zurdos adquiere dimensiones míticas. Allí donde las canciones, de él, de Wings y de The Beatles, son la máquina del tiempo que nos lleva a Pepperland y en Pepperland ya no hay Blue Meanies que pretendan un mundo sin música.
Un mundo sin música: una pesadilla.
El 11 de julio de 2009, Paul McCartney y su banda de apoyo (la mejor banda de apoyo que ha tenido en todo su historial solista) saldaron una deuda abultadísima con Halifax, Nueva Escocia, Canadá: un sitio cercano a lugares donde Macca estuvo tantas veces (como Nueva York), pero donde nunca había puesto el pie. Algo de la excitación por la deuda saldada puede percibirse en el DVD que Página/12 ofrece mañana a sus lectores, a un precio que lleva a pensar en Don Vito diciendo “una oferta que usted no puede rechazar”: entre esa multitud de 60.000 personas que pone el cuerpo para Live in Halifax hay primeros planos de rostros sencillamente extasiados, transfigurados por la emoción del momento y el significado histórico. Aquellos que en noviembre de 2010 se encontraron en River Plate frente a un Beatle cantando “All my loving” o “Drive my car” sentirán una corriente de identificación inmediata. Algo que no se explica en palabras, sino en algo tan inasible como una corriente que corre por todo el cuerpo.
Es que McCartney no es solo él, sino McCartney y su circunstancia. Su equipaje. Un equipaje que es una auténtica mina de oro, un banco de melodías impresas en el ADN de la humanidad. Nada menos. Cuando Paul se queda solo con la guitarra y apenas contiene los quiebres de la voz en “Blackbird”, o cuando brota la andanada de cuerdas de “Eleanor Rigby”, el mundo no puede menos que detenerse a escuchar: tanta belleza, y la memoria emocional que cada alma asocia a esa belleza, hacen que un acto aparentemente tan banal como escuchar una canción, o presenciar su performance, adquiera algo muy parecido a la trascendencia.
El Up and Coming Tour fue una aventura inolvidable. No era la primera vez que McCartney revisitaba su historial, pero esta gira, este concierto que supera las dos horas y media, presenta quizá el playlist mejor balanceado de los muchos que el bajista dibujó en los últimos veinte años. La lectura integral de un artista indispensable para entender el último medio siglo de música en un lugar llamado Tierra. Con un plus nada desdeñable: los guitarristas Brian Ray y Rusty Anderson, el baterista Abe Laboriel Jr. y el tecladista Paul “Wix” Wickens acumularon más de doscientos shows junto al líder. Si a ese conocimiento, a esa experiencia acumulada, a ese “jugar de memoria” que suponen tantas horas de vuelo en conjunto, se les agrega la indiscutida carnadura rockera de la puesta para cada canción, el impacto se multiplica. Aquí no hay coristas, ni percusionistas, ni vientos ni cuerdas, ni complicados arreglos: sólo los que puedan disparar las teclas de Wickens (¿cómo tocar “Got to get you into my life” sin emular los metales originales? ¿Cómo separar a “Eleanor Rigby” de ese demoledor arreglo de cuerdas ideado por George Martin?). Lo demás corre por cuenta de algo tan rockero como dos violas, una batería y un bajo. Un bajo Hofner, zurdo.
Y el protagonista, que lleva cincuenta años de su vida (¡cincuenta años!) curtiendo escenarios, luce entero. Claro que ya no es el baby face de antes. Claro que su voz no está intacta. Pero al cabo eso viene a dar un poco de esperanza a los simples mortales: demuestra que, bueno, Paul McCartney también es humano, que puede tener el gesto de coquetería de borrar las canas de su cabellera, que algunos momentos de la noche son cuidadosamente calculados, que la cabalgata por años y años de éxitos lo deja cansado y sudoroso. Que no es un semidiós, esa confusión que suele darse en el mundo del espectáculo con los grandes de verdad.
Live in Halifax, eso que desembarca mañana en los kioscos junto a este diario y es una oferta muy difícil de rechazar, es mucho más que un círculo de policarbonato que registra una noche de rock en Canadá. Es un testimonio, una experiencia que –felizmente– puede repetirse una y otra vez, una inagotable fuente de disfrute, un paseo por canciones que han marcado a la humanidad, han mejorado los años que nos tocaron sobre este curioso pedazo de planeta. Es un encuentro a todo trapo con Paul McCartney, el músico capaz de convertirse en una máquina del tiempo que lo disuelve todo. Que, gracias al poder de un estribillo, hace que el tiempo se detenga, y el mundo se ponga a escuchar.
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