MUSICA › EL FENOMENO EN EL MUNDO DEL ROCK
Una generación de músicos compone, graba, edita y difunde su música a través de herramientas digitales. Y la interpreta en vivo, utilizando streamings de audio y de video, podcasts y twitcams.
› Por Luis Paz
Es común apuntar al fenómeno reciente –más por su corto período dentro de la centenaria historia de los registros fonográficos que porque sea un real emergente del último par de años o incluso del pasado lustro– como una “mediatización” de una actividad milenaria como el comercio. Pero, en verdad, en lo que respecta a la industria y a los mercados de la música, lo que viene ocurriendo es una multimediatización de alcance transversal a casi todo dispositivo tecnológico que permita la realización de tareas virtuales, a excepción, quizás únicamente, de los aparatitos y sistemas de geoposicionamiento (GPS). Ya es posible, en este país, comprar música a través de computadoras de escritorio y portátiles, tablets, teléfonos fijos y móviles, y servicios satelitales o digitales de televisión. Pero, se insiste, no es un fenómeno genuinamente nuevo: ¿qué son, sino y hace casi una década, los ringtones, aquellos “tonos” de la telefonía celular?
El desembarco de iTunes en la Argentina, sobre el final del año pasado, puso de relieve esta “multimediatización” del consumo musical. Es probable que la mayoría de los lectores haya visto la publicidad de Frávega que protagoniza Ricardo Darín (es la de él en un sillón, rodeado de luces de neón y chiches tecnológicos de alta gama). Muchos tendrán presente, a la vez, la canción que la decora: “Please Me”, del grupo argentino Poncho. El tema fue el single más vendido de 2011 en el iTunes local. Como en aquellas épocas de los LP veraniegos de Alta Tensión, el mecanismo es el mismo: una (tele y radio)difusión que habilita una venta.
Lo que sí ha ocurrido, específicamente en los campos de la música rock y pop, como aglutinantes simbólicos de otras expresiones musicales jóvenes, y a la manera misma de lo que ocurre con el jazz, es la generación de toda una plataforma de la que los productores independientes o underground han sabido apropiarse de un modo notable. Si el derrumbe de la industria de las discografías nuevas (porque los catálogos de los sellos funcionan aún comercialmente) a un nivel mainstream y la irrupción de la generación nativa en el uso de Internet (15 a 20 años) a las actividades de comercio de este ámbito (compra de tickets, de música, de merchandising) son dos de tantos exponentes epocales, también dentro de este zeitgeist habría de ser incluida la capacidad de autoindustrialización de los músicos más noveles.
El suplemento NO de este diario publicó ayer en su producción central un informe sobre el bedroom pop, un neologismo que nuclea a una generación mundial de músicos que componen, graban, editan, publican y difunden su música a través de herramientas digitales; y hasta incluso la interpretan en vivo, a través de streamings de audio y de video, podcasts y, más recientemente, twitcams. Si bien son integrados en esta escena del bedroom pop (“pop de dormitorio”) por rasgos estéticos comunes en su concepto y sonido, es algo que ocurre del mismo modo con artistas de diversos géneros y de edades más distantes.
La mayoría de esas cuestiones ocurre desde mediados de los ’90 a nivel mundial, cuando la computadora fue homologada como estudio casero. Pero en los últimos años, las plataformas de venta digital les han permitido una independencia de la lógica tradicional del mercado cultural. Con iTunes (un desarrollo de la Apple de Steve Jobbs) como modelo fundante, se han ido abriendo servicios de comercio doblemente electrónicos: por un lado, es por vías digitales que se realiza la transacción; por el otro, lo que se consigue es una obra digital. Esto no es comprar un disco físico en el sitio web de una disquería: es hacerse de un disco en un formato virtual.
Más notable aún aparecen los hechos habilitados por servicios como los que ofrecen Spotify y Bandcamp, fundamentalmente. Se trata de plataformas basadas en los contenidos musicales; redes sociales en las que los músicos cargan su obra y pueden venderla. Mugre, el álbum debut de Acorazado Potemkin, del que se ha hablado bastante en estas páginas y que fue una de las obras rockeras más salientes del año pasado, es un ejemplo ofrecido en Bandcamp, a la gorra. Alcanza con una tarjeta de crédito para hacerse de estas contundentes canciones legalmente. Si alguien no quiere o no puede pagarlo, igual puede bajarlo gratis sin incurrir en “piratería”. Pero si tiene la voluntad o el dinero, adquiere música y ayuda al artista. Todo esto está ahora en suspenso por el affaire megaupload.
El público de rock y de pop con más lazos afectivos con la obra física, igualmente se ha dividido en dos: los que apelan a la obra física a cualquier costo y los que ponen a un costado su tradición para no seguir pagando el sobreprecio de las discográficas. En buena medida, cayeron por su propio peso y no las ha levantado ni su propia inflación. Esto genera un cambio de paradigma: quizá en desarrollos como Bandcamp o Spotify haya una nueva y efectiva revolución productiva para el rock de este milenio.
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