MUSICA › DOS NOCHES DIFERENTES EN EL PRIMER FESTIVAL NACIONAL DE LA QUIACA ALTO PUEBLO
La ciudad cabecera del departamento jujeño de Yavi albergó un encuentro con la idea de impulsar al folklore como forma de arte capaz de profundidad. Eso se concretó especialmente en su primera jornada, porque la segunda fue más típicamente “festivalera”.
› Por Santiago Giordano
La Quiaca, no sólo para cierta manera de imaginar y componer un mapa del país, suele ser una de las metáforas posibles de lo extremo, de lo lejano. Aun si hay localidades como El Angosto o Santa Catalina, o la aldea de San León, que están más al norte e incluso a mayor altura, la referencia usual de lo lejano suele resumirse en La Quiaca, que en realidad es la última ciudad al norte, y la más elevada, de más de 10 mil habitantes. Instalada así en el imaginario que trasciende la cartografía, la ciudad cabecera del departamento de Yavi se define en su condición de extremo lejano, también por su aura de población fronteriza. El diario trajín que lleva y trae gente con bagajes de mercaderías, con largas y desordenadas filas para declaraciones y presentación de documentos, dan color limítrofe a la zona del puente internacional que separa La Quiaca de Villazón, Bolivia, y hace más tangible todavía la idea de punto final. Aun si en los rostros, los vestidos y las costumbres de las gentes de las dos orillas del pequeño río es evidente que existe una Nación común.
En La Quiaca, el norte del norte, en plena Puna, a 290 kilómetros de San Salvador de Jujuy y a 3442 metros de altura, el lunes comenzó a madurar una idea. Es la idea de quienes creen que hay una historia que señala que en ese extremo lejano, más que el final en realidad está el principio del país; que por estas zonas alguna vez se jugó una parte importante de su historia joven. Esa idea es la que sirvió de punto de partida para que un intendente que llega con aire nuevo proponga la realización del Primer Festival Nacional de La Quiaca Alto Pueblo. En coincidencia con el aniversario de la fundación de la ciudad, que cumplió 105 años, la municipalidad local organizó un festival que incluyó en su programación a muchas de las figuras importantes de ese universo variopinto al que se llama folklore. Pero la idea no se detuvo en el modelo de festival que propone una grilla de artistas más o menos importantes, sino que planteó además la cuestión vital de dar espacio y promover el encuentro entre aquellas expresiones que más allá de la diversión impulsan al folklore como forma de arte capaz de profundidad, de reflexión entre el ayer y el hoy, de goce y encuentro. Pensar que la puerta norte del país se custodia cantando es entonces un gesto político, del que resultaron dos jornadas de música, intercambios y talleres, en las alturas del imponente paisaje puneño.
La primera jornada, la del lunes, mostró una programación que si desde cierto punto de vista tuvo poco que ver con lo que ofrecen las escuderías festivaleras, por otro lado logró momentos de notable espesor musical y promovió encuentros que por su espontaneidad y el gusto por el riesgo artístico, fácilmente podría definirse como poco habituales para cualquier festival. “La idea era proponer un encuentro alternativo, convocar a esos artistas que no son números fuertes en festivales pero que por su trayectoria son referencia importante para los músicos más jóvenes”, señala Bruno Arias, cantor de los más comprometidos de las nuevas generaciones, nombrado embajador cultural de la Puna por el intendente Dante Velázquez y, naturalmente, uno de los artífices de Alto Pueblo. Liliana Herrero, Juan Saavedra, Paola Bernal y componentes de El Bondi Cultural –un proyecto encabezado por el mismo Arias que incluye a jóvenes creadores del país–, entre otros, articularon una programación que logró momentos de emoción y belleza: sin dudas, el mejor augurio para un festival que comienza con todas las intenciones de instalar su marca en el calendario de fiestas del país. Hubo espacio además para músicos de la región, una tierra tradicionalmente generosa en artistas. “Del festival participaron todos los grupos de La Quiaca y creo que ése es un rasgo fundamental para la identidad de una manifestación popular que debe arraigarse en su propia comunidad para desde ahí abrirse al país”, agrega Arias. Entre esas expresiones estuvo además el Ballet La Quiaca, que no sólo inauguró el festival bajo el sol león de la siesta quiaqueña, sino que con el trabajo de sus integrantes, en muchos momentos de la noche, embellecieron las actuaciones de varios artistas. Conjuntos como La Quiaca 4, Pasión Andina y Los Shulka estuvieron entre los primeros en marcar el pulso siestero del festival, mientras en las plateas brillaban las sombrillas y en las carpas ubicadas dentro y fuera del estadio de la Liga Puneña de Fútbol se levantaba el humito todavía tímido de hornos y parrillas.
Con el caer de la tarde, a la hora en que en la Puna la puesta del sol deja entrar al frío que irá creciendo con el correr de la noche, llegaron los santiagueños de Meta Chango, los marplatenses de Che Joven, las salteñas de Verde Trébol, el santafesino César Ayala, el tucumano Juan Pablo Ance y la coplera jujeña Elsa Tapia, entre otros. La noche maduraba y empezaba a proponer encuentros que quedarían entre lo más logrado. Juan Saavedra tocó el bombo para que Vitu Barraza extendiera sus coplas quichuistas y enseguida el gran bailarín santiagueño actuó con sus hijos Nazareno y Jesús y su compañera Sandra Farías. Primero con cuatro bombos desmenuzaron los latidos y silencios posibles del ritmo en la chacarera y después trazaron nuevas formas del aire para zambas y gatos. Con ellos estuvo también el bailarín cordobés Chiqui Larrosa. Por despliegue técnico, por gracia y por potencia expresiva, lo de Juan Saavedra y su compañía fue emocionante. Esa manera personal de pintar demonios con trazos celestiales define la vigencia de un nombre que es desde hace rato más que la actualización de una tradición para la danza de Santiago del Estero.
También Liliana Herrero hizo de su actuación un lugar para el encuentro. Primero con el mismo Saavedra, que sobre una versión de “Salitral”, un hermoso tema de Carlos Marrodán, improvisó gestos con su cuerpo fibroso, y más tarde con Bruno Arias en “Oración del Remanso”. Siempre al filo de lo posible, Herrero sabe que una voz se realiza buscando la canción más allá de ella misma y entabló encantadores diálogos con el excelente guitarrista Pedro Rossi, del que salieron poderosas versiones de “La casa de al lado” y “La nostalgiosa”, entre otras cosas. Después de la cantante tucumana Adriana Tula, que contó con la colaboración de Peter Wurschmidt en guitarra y Duende Garnica en bombo, la actuación de Paola Bernal fue otro gran momento de la noche. Junto al guitarrista Titi Rivarola, la coscoína presentó algunos temas de su disco Pájaro rojo, entre ellos la hermosa “Vidala guerre”, de Juan Saavedra, una vez más manejando tiempos desde el bombo.
Sonada la medianoche, todas las voces todas subieron al escenario para cantar el “Cumpleaños feliz” a La Quiaca, que comenzaba a transitar el día de su aniversario, y después entonar las estrofas del “Himno Nacional”. Más tarde, Canto 4 y Los Huayra dejaron en la Puna la actual impronta salteña, hecha de enjundia y voces al máximo de sus posibilidades, e incluso más allá. Un poco la antítesis de lo que enseguida propuso Mariana Carrizo, salteña también, pero descendiente de la mejor estirpe coplera, esa que con acentos ancestrales afila los cuatro versos de la copla para cortar los nudos de la condición humana. Bruno Arias, que poco antes había compartido con Los Huayra una versión de “Huanuqueando”, cerró la primera noche cantando los temas de su nuevo disco, Kolla en la ciudad. “El público de La Quiaca es muy especial, hay que saber tocarle la raíz, si lo lográs, te acepta. Este festival apunta a eso, a tocar la raíz de la Puna”, decía Arias al terminar su actuación.
Después de las celebraciones matutinas en la plaza, la segunda noche presentó una programación más ceñida a los estándares y los ritmos festivaleros; si bien logró mayor convocatoria de público, no produjo esos momentos inesperados, de magia, que el encuentro entre artistas dejó en la primera. Con disciplina de grilla festivalera, desde la media tarde pasaron por el escenario grupos locales, además del tucumano Mono Villafañe, la salteña Paola Arias, el Grupo Bolivia, Los Changos y, ya entrada la fresca noche, los bolivianos de Los Kjarkas, uno de los momentos esperados y más celebrados por el público. Bien entrada la madrugada, otro de los esperados, el Chaqueño Palavecino, cerraba con su sello la primera edición de un festival que más que eso es la idea de que este país, desde el norte, empieza cantando.
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