MUSICA › ALBUM DE VALSES ABRIO LA TEMPORADA DEL CETC
En la obra de Oscar Bazán y Cornelius Cardew, los músicos Ernesto Jodos y Zypce construyen, a partir de dos partituras gráficas, un universo enigmático con el público alrededor. Por primera vez, artistas de sus características son programados en esta sala.
› Por Diego Fischerman
La sala del CETC tuvo, a lo largo de su historia, varias transformaciones que, a su vez, fueron muchas veces recreadas por los artistas convocados. La primera fue determinada por una obra, Sin voces, una ópera de Marcelo Delgado con texto de Elena Vinelli y puesta en escena de Emilio García Wehbi que amplió la escena a lo que sucedía, también, en una de las galerías laterales utilizadas hasta ese momento como depósito. Después, el espacio posible se abrió a todas las galerías y la sala se convirtió en una especie de caja de sorpresas.
Lo grisáceo de las gestiones recientes –la de Horacio Sanguinetti al frente del Colón llegó a plantar allí, como venganza, un museo pucciniano– desdibujó esa potencialidad. Y lo primero que puede decirse del espectáculo que abre esta temporada –y en la que se estrena, también, su nuevo director, el compositor Miguel Galperín– es que recupera lo mejor de aquella tradición. En una especie de pecera traslúcida, cuyas paredes sirven además como pantalla para las proyecciones –discretas en la primera obra, protagónicas en la segunda–, transcurren las evoluciones de dos músicos entre dos pianos, uno de ellos preparado, algunos instrumentos electrónicos y otros improbables, como serruchos, limas de metales o diversos objetos golpeados o tocados con arco. Allí, Ernesto Jodos y Zypce construyen, a partir de dos partituras gráficas, un universo (en rigor dos) enigmático y poderoso con el público alrededor, sentado en el piso, en unas pocas sillas, en las escaleras o de pie.
El siglo XX puso en cuestión cada una de las nociones que habían sostenido la idea del arte durante los doscientos o trescientos años anteriores. En algunos casos fue la propia naturaleza de la creación y la liberación progresiva de ciertos parámetros, la que fue llevando a algunas de esas rupturas. En otros, fueron cuestiones políticas. En una época en que la revolución (y también las revoluciones estéticas, desde ya) resultaba posible, una institución como el concierto burgués, con sus rituales y su asociación entre cultura y poder económico, no podía resultar indemne. Y ese cuestionamiento arrastró a otros. Cayó la idea de obra, en primer lugar y, finalmente, la que incluso las vanguardias históricas habían enaltecido, la del autor. En las composiciones aleatorias, donde resultan centrales el azar e incluso las decisiones del oyente –por ejemplo cuánto y cómo se desplace entre distintas fuentes sonoras situadas en distintos lugares– podría decirse que quien compone –o quien acaba de componer aquello que el compositor prefiguró– es el público. En las obras indeterminadas, y sobre todo en partituras gráficas, como las elegidas para este espectáculo, donde todo puede ser entendido y traducido de maneras casi infinitas, quien compone es el intérprete. Y, en efecto, tanto en Album de valses, del cordobés Oscar Bazán, como en Treatise, de Cornelius Cardew, si bien ninguna de ellas existiría sin la partitura original, se trata –y sobre todo en el segundo caso– de formidables construcciones de Jodos y Zypce.
Se parte de la base de que esta clase de obras jamás sonará igual en dos interpretaciones diferentes. Pero, por formación de los músicos o por falta de imaginación de los programadores, todas acaban, sin embargo, pareciéndose bastante. Esta, que podría leerse también como declaración de principios de la nueva gestión a cargo del CETC, recurre a músicos que provienen de zonas de la experimentación y de la improvisación que el mundillo de la música contemporánea siempre miró con desconocimiento o, por lo menos, con desconfianza. En todo caso, fue la primera vez que intérpretes provenientes del jazz y de una zona indefinible de la electrónica tal vez más cercana al punk que a los laboratorios oficiales (y oficializados) entraron a esta sala. Y el resultado, esta vez sí, no podría parecerse a ningún otro. Las irrupciones de la voz de Sandro, de pies rítmicos de rock y de cumbia –su superposición con un “Aleluya” y el sonido de un serrucho es formidable– y hasta de una marcha política del ERP (homenaje a Cardew, fundador del primer partido maoísta de Gran Bretaña) se entrelazan con las finísimas intervenciones de Jodos y elaboran un fresco tan propio e irrepetible como fiel a la idea de Cardew de que en su obra cupiera todo. En ese sentido, el conjunto de piezas de Bazán, atravesado tenuemente por la ironía, resulta más ingenuo y no llega ni a generar un gran contraste ni a articularse en un mismo mundo creativo. Perfecto en sí mismo, y con momentos bellísimos como el del “Vals cibernético”, al que acompaña una suerte de ballet de simpáticos espermatozoides, deja, después de haber pasado por Cardew, el regusto de un preludio excesivamente tibio.
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