MUSICA › LILA DOWNS PRESENTO PECADOS Y MILAGROS EN EL TEATRO GRAN REX
En su tercera visita al país, la cantante mexicana volvió a lucir su voz prodigiosa al servicio de un “mestizaje” rítmico que incluyó rancheras, sones, boleros, cumbias y todo lo demás.
› Por Gloria Guerrero
Si Lila Downs aterriza en Buenos Aires cada dos años y no con más frecuencia es porque sus giras mundiales duran una barbaridad; de hecho, este Pecados y Milagros World Tour comenzó en noviembre pasado escaneando toda ciudad de México y de Costa Rica, subió a los Estados Unidos durante dos docenas de fechas, cruzó a España en marzo y ahora recorre América del Sur, pasando por Colombia, Chile y Uruguay. Por primera vez, además, la gira de Lila amplió su radar argentino: además de los dos conciertos de ayer y anteayer en el Teatro Gran Rex de esta ciudad, presentó su show en Rosario, en Córdoba y hasta en Cipolletti, provincia de Río Negro. Ahora ya debe de estar en vuelo: la esperan Quebec y Montreal. Pero, si por sus fans locales fuera, más le valdría a la mexicana alquilarse una casita en Almagro y quedarse a vivir. Fue tan descomunal la recepción del primer show de ésta, su tercera visita, que la mujer terminó lagrimeando al borde del escenario, moviendo la cabeza como perrito de luneta; un poco por emoción, claro, pero también por agotamiento: después de dos horas de cantar, y de despedirse, y de tener que regresar a escena no una sino ¡tres veces!, empujada por el griterío y la ovación interminables, hasta el más pintado tiene todo el derecho de largarse a llorar.
Lila Downs mereció muchas veces el título de La Dama Mimada de la World Music. Sus espectáculos mezclaban el inglés con el español (además de lenguas propias de su tierra, como el mixteca o el zapoteco) y su banda modernizaba el caldo hasta convertir lo ancestral en una especie de pop irresistible que, sin embargo, nunca renegó del verdadero significado de la palabra: popular quiere decir del pueblo (y no necesariamente sólo de las radios).
Sin embargo, cuatro años después, aquí ya no nos mira aquel Ojo de culebra (el disco que la trajo a Buenos Aires por primera vez en 2008, la mitad de cuyas canciones estaban cantadas en sajón). La Lila Downs de Pecados y milagros es absoluta-simple-complejamente América latina exclusiva y pura, sin ninguna expresión en inglés más allá del nombre y apellido de su esposo saxofonista.
De hecho, Lila arrancó a las 21.15 cantando “Mezcalito” (el primer tema de Pecados...) con portación en mano de botellita de supuesto derivado del histórico mezcal, quizá tequila. Hará como que lo bebe –se supone que, a esa tan temprana altura de la soirée, no le convendría zamparse 45 grados de alcohol– y esparcirá un chorrito después sobre las tablas del escenario, indicando la intención atávica del mezcal chamánico (del gusanito nunca se supo más nada). De allí en más, la Downs consiguió, junto con casi cuatro mil personas, un viaje interestelar latinoamericano hacia atrás y hacia adelante; hacia el pasado –a través de las pantallas del fondo, con los óleos espléndidos que ilustran el librito de su álbum y refieren a la imaginería más sincera de los cultos de los pueblos de este subcontinente– y el futuro, gracias a esta caterva de músicos, mayormente jóvenes, que se le amontonan alrededor –mayormente el increíble Celso Duarte– para brillar como si el siglo que viene fuera esta misma noche.
Lo de las pantallas con sus óleos es una anécdota; casi nadie se fija en las pantallas. La Dama se planta tan fuerte en escena, son tan contagiosos sus bailes, tanto sonríe a todo diente y disfruta, que semejante luz empalidece cualquier diapositiva de atrás. Dobla y levanta las manitas, en ángulos, hasta parecerse a “La iguana”, canción que concluye en un “duelo de zapateos” con su acordeonista. Revolea su extraordinario vestido blanco (ay, ella que tanto defiende el colorido traje huipil, justo el Día de la Bandera se nos viene monocromática) en todo ritmo que tenga que ver la Madre Tierra, la de su propia tierra y de la tierra de este lado, al costado y debajo de su tierra. Con las rancheras, los corridos y el huapango. Con el son y el bolero. Con la cumbia, y con lo demás.
Con el rap, no: los Illya Kuryaki, al final, no subieron en esta primera función para participar de “Pecadora” (véase la nota de Página/12 del miércoles 20). La que sí subió fue la Sole Pastorutti, para compartir una digna versión del poema de Don Ata (hualpa), aquel que dice: “Yo tengo tantos hermanos, que no los puedo contar”.
Con lo que Lila Downs cuenta es con una voz prodigiosa y con un estupendo “decir”. Sostiene notas durante lapsos tan prolongados que permitirían a los presentes salir, dar una vuelta a la manzana, peinarse y volver a sus butacas para encontrarse aún con el mismo tono. Sus magníficos agudos obligan a pensar por momentos que está sonando una quena (inexistente) y a esconder elementos de vidrio ante riesgo de quiebre; es de sospechar que hubo algunos otros ultrasonidos que no llegamos a oír, disfrutados en exclusiva por los cánidos de la ciudad.
Y Lila habla todo el tiempo y explica cada cosa; y dice siempre “mestizaje”, pero cuenta todos y cada uno de los detalles de cualquier mestizaje; y presenta doscientas veces a su banda, y también tiene una mesita con sus cositas, en un rincón, y las va agarrando: un agitador de semillas; chales de varias dimensiones y colores; boas de plumas; un raspador cumbiero. Los va luciendo, o los va tocando. Se emponcha con un mantón y se pone de rodillas para “La llorona”, la estremecedora leyenda mexicana de un alma en pena que tanto supo exprimir Raphael. Hace ruidos de paloma (ruidos de paloma, sí) en un “Cucurrucucú” que te da vuelta la nuca cuatro veces. Y antes y después girará, bailará y trinará a través de las revoluciones, injusticias y dignidades de los hombres y las mujeres de América latina. Levantará ante las luces sus tatuajes de antebrazo; levantará todo el brazo. Y también el puño, cerrado, en alto, cuando haga falta.
Lila tocó casi todo Pecados y milagros, un disco que no tiene ni seis meses, y aun así tuvo tiempo de hacer creer que el público ya se sabía de memoria todo lo que cantaba. Se supone que faltan otros dos años. Así da gusto esperanzar.
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