MUSICA › PRESENTACION DE “PAN” EN LOMAS DE ZAMORA
El Flaco brindó un show notable. Alternó canciones nuevas con clásicos a pedido.
› Por Cristian Vitale
Retrospectiva uno: Una noche primaveral de 1989, Luis Alberto Spinetta presentaba Don Lucero en Obras. Sucedió esa vez que la densidad musical del vivo pasmó por completo a todos los presentes. Los desbordó. La banda era impresionantemente virtuosa: Javier Malosetti al bajo, el Mono Fontana en teclados, Jota Morelli en batería y Fito Páez como pianista invitado. Un lujo. Pero el 80 por ciento de las canciones –porque tocó el disco completo– desorientaron a un público que esperaba más clásicos, o por lo menos cierto despojo. Excepto Fina ropa blanca, Oboi, y un pequeño regalito histórico que el Flaco brindó junto a David Lebón –Despiértate nena–, Obras se transformó en un colchón receptor de sonidos viscosos, trabados, profundos. Cómo olvidar Un sitio es un sitio, Es la medianoche, Un gran doblez y Cielo invertido, tocados –casi– en hilera. Temas que fueron macerando con el tiempo –algunos increíbles, como Es la medianoche–, pero que escuchados de golpe –y sin el disco en casa– fue como clavarse un fondo blanco de ginebra en ayunas.
Retrospectiva dos: recién nacida Vera, su cuarta hija, Spinetta edita Pelusón of Milk. Tierno, íntimo, acústico, fresco, lo presentó en el Gran Rex apenas dos años después de Don Lucero, y fue su antítesis. El “hit” (Seguir viviendo sin tu amor) se mezcló como una delicia más entre Cada luz, Bomba azul, Lago de forma mía o Pies de atril. Esa noche no hubo desbordes, virtuosismo, ni densidad: las canciones fueron directo al corazón.
Suma: si hubiera que definir la presentación informal y encubierta de Pan –en el Teatro Coliseo de Lomas de Zamora, ante 900 personas–, lo ideal sería buscar un punto medio entre ambas.
¿Razones?: Intrínsecas al disco, varias. Pan tiene canciones decididamente directas, digeribles de entrada. A nadie podría sorprenderle la que lo abre –Sinfín– porque lírica y melódicamente dispara al Flaco hacia su pasado. Tampoco Proserpina, por introspectiva, resonante y bella, u otra fruición onírica como Bolsodios, que lleva su sello inserto desde el primer acorde. Pero resulta que Luis no tocó ninguna de las tres, sino otras más comprometidas con un sutil lenguaje que, al menos, hacen transpirar más de una vez al oído. Es una bendición llegar al vivo con al menos dos ingresos al jazzeado y misterioso mundo interno de Canción de noche, para entregarse muerto a sus pulcras texturas. También a un ensueño que –cuesta pero sale– puede rastrearse en algunos rincones de La la la, como No habrá un destino incierto. O Cabecita Calecita, rock contenido de principio a fin cargado de tensiones, cuyo estribillo el Flaco frasea como si estuviese cantando un tango. Las tres, indiscutiblemente bellas, sin embargo rankearon bajo en el aplausómetro lomense. Parecía aquel Obras de Don Lucero y tenía su explicación: Pan se difundió poco, e incluso muchos se enteraban in situ de su edición.
Muy distinta fue la reacción colectiva ante otras piezas del mismo disco. Una de ellas, La flor de Santo Tomé, va camino a convertirse en una de las canciones que los cargosos pedidores de temas exigirán al Flaco si es que sigue hasta los 70. Un alucinante anclaje folklórico, seguramente originado en el cuelgue de Spinetta contemplando una flor, cuya poesía paisajística destituye toda resistencia del alma (Río no traigas las sombras / dulce río de amor / la pena nos hace sauce / que nunca lloró). Caso similar el de Preconición: nadie puede abstraerse al sonido de la guitarra que va enlazando puntillosamente los destellos de su pluma. Ni hablar del “hit” –¿El nuevo Seguir viviendo sin tu amor?– llamado Atado a tu frontera o de Qué hermosa estás, una canción densa, calma, climática, que se pone furiosa cuando Luis pisa el pedal. Ante ellas, el Coliseo lomense se parecía más al Rex de Pelusón.
Con el nuevo repertorio y algunas perlitas que Spinetta había ido mechando entre novedad y novedad –Seguir viviendo..., Buenos Aires alma de piedra, Las cosas tienen movimiento, de Fito Páez–, bastaba. Pero como el show era de entrecasa y no había que tomarse tan en serio la presentación de Pan, el Flaco accedió, feliz, a determinados pedidos. Al menos diez voces casi se levantan en armas por la imprescindible El mar es de llanto, de Para los árboles, y no estaría mal dar la vida por la versión que el cuarteto implementa cuando no toca en festivales. Momento en el que Claudio Cardone, Sergio Verdinelli –¡cómo toca este pibe!– y la exacta Nerina Nicotra parecen incendiarse siguiendo los caprichos sonoros de Luis. Su guitarra, en este tema, proporciona altas dosis de combustible para volar alto y sin rumbo. Pero las verdaderas sorpresas que Luis tenía preparadas acallaron todo reclamo: A Starosta el idiota –aquel desgarrador grito de locura de Artaud– y una de las mejores versiones que jamás se hayan escuchado en vivo. Y Los libros de la buena memoria, que Luis sacó del arcón para tornarla más jazzera y permitirle a Cardone reemplazar con su sintetizador el bandoneón tocado por Mosalini en la versión original.
“Si alguien se llega a enterar de que estoy tocando estas canciones, díganle que son nuevas”, dijo Luis en una de sus varias intervenciones bromistas de la noche. Era por Los Libros de la buena memoria, pero también por Laura va, Resumen porteño, La herida de París, una versión “copy and past” de Sexo, Durazno sangrando y su habitual impronta free, y Kamikaze, en los antípodas de Sexo en cuanto a su interpretación –apenas se retoma la armonía vocal del final–. Casi en el cierre, la trabazón rítmica en la que Luis sumió Tonta Luz –único rescate de Silver Sorgo– corrió el péndulo nuevamente hacia aquel recuerdo de Don Lucero. Después de todo, su carrera siempre fue comprimir para explotar, y volver a comprimir. De lo contrario, sería imposible soportar tanta belleza.
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