MUSICA › LA CASA DE LA PIRIPINCHA, UNA INSOLITA “AFTER” PEÑA EN COSQUIN
Es más alternativa que las alternativas y consiste en un patio de tierra al que llegan los hippies folks cuando todo cierra. Otras opciones peñeras: El sol del sur y la de Cuti y Roberto.
› Por Cristian Vitale
Desde Cosquín
No es una peña. No hay mesas cruzadas en diagonal. No hay escenario, parejas bailando, empanadas, presentadores o musiqueros pugnando por un mejor lugar en la grilla. Nada de eso hay, ni siquiera gente a la hora en que todo estalla. A la hora en que Abel Pintos, en la Plaza Próspero Molina –quinta luna–, da justo en el punto de leva de las teenagers que lo adoran. A la hora que las peñas satélite del festival ofrecen un sinfín de alternativas para todos los gustos gastronómicos y musicales: El sol del sur o La Fisura, siempre en busca de nuevas expresiones; la de Cuti and Roberto Carabajal o la oficial, con un clima más tradicional, familiero. No es una peña, como las demás... es algo así como una “after” peña, en todo caso. Se llama la Casa de la Piripincha. Es medio clandestina y consiste en un patio de tierra al fondo de algún sitio cercano al río. Es “el” lugar donde los hippies folks de Cosquín caen cuando todo cierra... nunca antes de las siete de la mañana. O las siete y media. O las ocho.
Por esas horas del jueves, mientras el escenario Atahualpa Yupanqui se prepara para recibir en su suelo generoso al Chaqueño Palavecino, el gaucho star, unos cien jóvenes cruzan el pasillo y entran en bloque, de repente. Vienen de todas partes. Quieren más música, fernet o cerveza. Quieren más contacto que decibeles. Quieren bailar chacareras sobre un piso de tierra, como en La Banda, y dejar que el sol imprima con su luz las coreos espontáneas. Y eso va ocurriendo en el devenir, todos los días, hasta la llegada del mediodía: ronda de guitarreros, alguien que recita, otro que toca cuecas, un dúo que improvisa las zambas lisérgicas del Cuchi Leguizamón, y las parejas que bailan detrás de un árbol de cuyas ramas cuelgan remeras, toallas y corpiños. Y los baños, improvisados sobre dos cubículos de cemento y sin techo, ofrecen alivio permanente a los riñones castigados. “No sabía que existía este espacio. Recién llegamos de Tucumán y la idea era irse a dormir directo, pero alguien nos pasó el dato, y acá estamos. Siempre es mejor bailar que dormir”, se le escucha decir a un hincha de San Martín de Tucumán que viajó a Cosquín junto a su chica para disfrutar las últimas cuatro lunas.
Les toca, a ellos y diez parejas más, una vieja chacarera de Carlos Carabajal. Bailan descalzos. Y el que canta canta ronco, como si su voz estuviese afectada por el rocío matinal. Cerca de las nueve cae Peteco Carabajal, y muchos piden sacarse fotos con él. Después el Duende Garnica, y también se lo ve a Emiliano Zerbini, el cantor riojano, resguardarse del sol bajo una media sombra verde. “Mañana toco en la peña de la Pao Bernal)”, hace correr la bola, en el lugar indicado... “espero que alguien se acuerde”, remata. Dibujos locos en la pared, leyendas del tipo “Por una Latinoamérica libre”, miles de colillas en el piso, alguien con un “Todos somos Chávez”, estampado en la parte de atrás de su remera, y otro que improvisa “All you need is love” haciendo percusión con un cajón de cerveza, le imprimen a la casa un aura especial, matinal, atípica.
Tanto como El sol del sur, la peña que la música Paola Bernal, hija mimada de Cosquín, plantó justo enfrente de la Próspero Molina. Tres de la mañana y Triura –inspiradísimo trío de mujeres– sube a escena con una noche especialmente estrellada como manto. Tocan chacareras, zambas, invitan a Mavi Díaz a cantar un gato y las sucede Mariana Carrizo, la coplera de San Carlos, que hechiza a todos con su caja y los quiebres de su voz. Línea y Kebu, poco después, despliega un repertorio poco frecuentado. Uno que se llama “Corazoncito bebido al sol”, cuya guitarra chilla lacerante y el resto suena como un loop; otro nacido de la pluma de Jacinto Piedra (“Mama naturaleza”) y un clima sonoro que coincide con el espacio físico: un patio grande con farolitos caseros que cuelgan de las ramas de los árboles; una bandera winpala que asoma sobre un costado, iluminación austera y muy buen sonido. “Este espacio no sólo funciona durante el festival, sino que se dan talleres de danza, bombo, guitarra, piano y canto durante todo el año, porque el objetivo es ir hacia una formación integral, hacia una experiencia nueva. La intención es generar un organismo vivo, como si fuera una orquesta de música popular, que interactúe con el festival. Estamos construyendo un espacio donde se puedan manifestar las sensibilidades más profundas”, dice Barnal. Y así ocurre, cada luna.
Bajo otro enfoque estético, artístico y conceptual, la peña de La Salamanca –cinco años consecutivos de insistencia en el festival– presenta una grilla heterogénea que contempla a Rubén Patagonia, Guitarreros, Bruno Arias y Franco Luciani, y es una de las más concurridas del circuito. “Cosquín es difícil, es un lugar de conflictos profundos de la cultura argentina, y nosotros venimos a ser actores en ese escenario. Este festival es como un huracán, si estás mal parado, te voltea, pero a nosotros no nos cierra estar mirándolo por televisión”, sentencia Luis Salamanca, su dueño. Cuti Carabajal, por su parte, volvió a arriesgar con una peña (Sonkoy) luego de varios años de ausencia y de entre las familiares –a la antigua– es la que más público está recibiendo en lo que va del festival. “Acostumbramos a la gente a tener peñas en Buenos Aires, y muchos nos preguntaban por qué no acá... fue casi una necesidad. Nos gusta subir al escenario, como hacían los Abalos, que le enseñaban a la gente a bailar una zamba, un gato, un escondido... esa comunicación es la que nos gusta. Nos decidimos, además, por la idea de apoyar a este festival que tanto queremos y defendemos”, sostiene Cuti ante Página/12, mientras espera el sí de Peteco para animar una nueva velada. Fragmentos, al cabo, de un Cosquín de peñas que reproduce lo que el festival: su tacto heterogéneo.
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