MUSICA › FINAL Y BALANCE PARA UNA NUEVA EDICION DEL FESTIVAL DE COSQUIN
Como cada año, la Próspero Molina y todo el universo que la rodea concentran los logros y las contradicciones de un encuentro de cualquier manera insoslayable. En esta edición hubo un inédito protagonismo de los organismos de derechos humanos.
› Por Cristian Vitale
Desde Cosquín
Rostros cansados, ojos inyectados en sangre, sensación de vacío y cierta calma. El paisaje humano en las calles de Cosquín, asomando una de las últimas tardecitas del festival, resulta un parámetro ideal para medir la debacle de los aguantes, físicos y emotivos, que un evento de tales características provoca: la caravana intensa e incesante por las peñas –oficiales, semioficiales, clandestinas, semiclandestinas–, los mediodías sin dormir, la vieja costumbre de pegar la vuelta junto al sol y la luna, los toques callejeros, el baile que nunca amaina, la cacharpaya –que se multiplica y pinta en cualquier parte– y la necesidad de beberse toda la música de un trago, provocan –en bloque– efectos previsibles como éstos. Disfrute y resaca, la sensación de haber estado donde se tenía que estar. Poco le queda ya a la 53ª edición del festival de festivales. Apenas esta noche –ver aparte– y la definición de los premios Revelación y Consagración, que revisten cada año menos interés. El resto pasó, y como cada vez que las nueve lunas se encienden, dejó sus luces y sombras. Sus momentos altos y sus deslices. Sus cumbres y pendientes. Sus histerias y ansiedades. Sus exageraciones, propias de un hecho cultural de tal magnitud, y sus conflictos. Y dos gruesas miradas estéticas, dos focos en pugna que se retroalimentan devolviendo beneficios, pérdidas y empates.
Porque, claro, este festival –más allá o incluida su impronta artística y cultural– es una zona de conflicto permanente: los estetas versus los taquilleros; los que arriesgan versus los que buscan el éxito fácil; los que muestran lo suyo y los que viven de la creación ajena; los que trabajan la música y los que se aprovechan de ella... todo ocurre, mezclado, confundido, ensamblando, en nueve noches. Y todo ocurre, más allá de las numerosas críticas que se le pueden hacer a la organización del festival, porque, sí, hubo denuncias de “tener que pagar para tocar” por parte de algunos músicos, como el caso de Mariana Baraj, que lo hizo público a través de una red social, o Gustavo Patiño, que lo dijo entre pasillos. También sobre irrespetuosos cambios de horario de grilla para ciertos artistas, como el caso del mismo Patiño, o de Rubén Patagonia, que fue corrido varias veces de horario por la presión de los cuarteteros Chebere.
Una sensación que al cabo resulta paradójica –tal vez en beneficio de todo el festival– porque, nobleza obliga, si se mima a las estrellas, si se accede a los caprichos, en caso de que los haya habido, del Chaqueño Palavecino, Abel Pintos, Luciano Pereyra, Jorge Rojas o Los Nocheros es porque son ellos los que hacen explotar de gente la plaza Próspero Molina. Son ellos los que resuelven el problema endémico de la recaudación, del corte de tickets, de la entrada que, más allá del apoyo económico estatal o privado, arrima el mango fuerte para sopesar pérdidas. Y, de paso, darle vida a una ciudad que se apaga durante el resto de los días del año.
Son ellos, los stars, los que pocas veces proponen músicas que escapen a lo standard (Pintos, Sueño dorado mediante, podría ser la excepción que confirma la regla) a lo que la industria voraz demanda, quienes atraen a las masas. Los que alivianan tensiones, tranquilizan y en cierto sentido les allanan el camino a expresiones infinitamente más ricas, inquietas y conmovedoras en términos artísticos y estéticos. No es lo mismo el siempre lo mismo del gaucho star –que cantó hacia el amanecer de la sexta luna, con la plaza casi llena y después de un fuerte chaparrón–, que el vuelo y la excelencia instrumental que mostraron Raúl Barboza y el Chango Spasiuk, durante la luna del lunes. No es lo mismo el folklore romanticón y escénico del ex Nocheros Jorge Rojas, que Juan Baglietto y Lito Vitale traduciendo “Tonada del viejo amor”, a lenguaje casi sinfónico. No da igual el riesgo que asume Raly Barrionuevo al estrenar en el festival un disco nuevo (Rodar) pudiendo apelar a sus “hits”, que la comodidad de quien descansa en sus éxitos seguros. Tampoco exigir el oído ante gritadores profesionales como Guitarreros o Los Nocheros –que incluso conllevan de arrastre a numerosos imitadores–, que disfrutar de la impresionante y honda versión de “Quimey Neuquén”, que hace Peteco Carabajal. O la de “Cacique Yatel”, junto a Rubén Patagonia, y su mística. Tampoco es de igual a igual inmiscuir la nostalgia pirotécnica de Los Guaraníes en la profundidad del canto de Paola Bernal, el trabajo de fusión de los Arbolito o la Eléctrica Folklórica de Bicho Díaz, el tacto andino de Bruno Arias o las sutilezas armónicas de Franco Luciani. No es parte de un mismo todo el karaoke de los cuarteteros Chebere o Leo Dan, el del Club del Clan, que las tonadas en vuelo de Orozco-Barrientos o José Ceña y su Yupanqui cósmico. No es lo mismo la Biblia que el calefón en que se queman, bifurcan y enfrentan las aguas dispersas de la música popular argentina.
No lo es, y en eso radica la virtud de un festival que genera –y apoya, excepto quejas puntuales– un espacio heterogéneo en el que todo es posible: la diversión y las músicas del alma; los gritos adolescentes y el bello silencio que se escucha en las chacareras de Juan Falú; la tradición, la innovación y León Gieco como nexo; la ortodoxia y las guitarras eléctricas en plan guerrero. Los que venden y los que crean. Los que, en cada plan, retroalimentan el todo, porque –dicho está– Cosquín es un territorio de conflicto. Un sitio de resistencia cultural que moldea tanto como inmoviliza –o reproduce– el imaginario, y genera, paradoja vital, propuestas para ambas demandas. Para quienes aman la música, y para quienes la música es un producto más dentro de la industria del entretenimiento. O para quienes aún luchan por la libertad y la justicia, porque otro de los aspectos notorios de la 53ª edición del Festival de Cosquín fue el amplio espacio de expresión que tuvieron las organizaciones de derechos humanos. La muestra permanente Rompiendo el silencio, por caso, que se elevó en la sala cinco de la Escuela Fiscal con una serie de afiches cuyo sentido fue el de mostrar el camino de 35 años de lucha de Familiares de desaparecidos y detenidos por razones políticas de Córdoba; o el homenaje previsto para hoy a la Abuela Irma Ramacciotti, en el marco del duodécimo Encuentro Nacional de Poetas con la gente.
La actividad con foco en los derechos humanos también tuvo su expresión en la danza, a través de la propuesta de la Compañía Lo Lamento por la Baldosa, que al cierre de esta edición se disponía a presentar en el escenario Atahualpa Yupanqui un homenaje a las abuelas y a los nietos de desaparecidos. “Hace un mes las Abuelas nos entregaron una carta que dice que ellas avalan todo nuestro trabajo de danzas como ballet y por esto bailamos en representación de ellas, transmitiendo el mensaje de la búsqueda continua de los nietos que faltan... y por la identidad”, dijo a Página/12 una de las bailarinas de la compañía, la profesora de danza Sheila Loy, sobre el espectáculo que ocurre bajo el nombre de Danza por la identidad. Otra expresión afín, pero en términos de cruza entre coro, poesía, música y canto fue Contracoro al Resto, la compañía que se presentó en la primera luna, el mismo día que Raly Barrionuevo, Bruno Arias, Paola Bernal y Peteco Carabajal, la mejor junto a la de León Gieco –que terminó de tocar a las siete de la mañana–, los dúos Teresa Parodi-Ana Prada; Juan Baglietto-Lito Vitale y el charanguista Rolando Goldman.
Contracoro al Resto es una agrupación dirigida por Manuel Nieva, integrada por ex presos políticos de la dictadura y familiares, entre ellos Tania Muract, Gustavo López, Susana Strausz, Ovidio “Pajarito” Ferreyra, Stella Grafe y Jorge “Caballo” Argañaraz. “Esta obra se fue gestando desde la cárcel, porque son memorias traducidas en textos. Siempre digo que Córdoba no es solo paisaje y costumbrismo, todo lo que su poesía expresó durante mucho tiempo... yo digo que Córdoba es otra cosa, además de lo que contaron. Córdoba es la lucha, tiene tradición de combate, y es algo que nadie puede borrar”, dijo el director del coro y compositor de las letras y músicas que la agrupación presentó en el escenario Atahualpa: “Córdoba es”, “La zamba de los pañuelos blancos” y “La canción de los militantes”, entre ellas. “Esa canción está basada en el poema que leyó Néstor Kirchner, ‘Quisiera que me recuerden’, del joven desaparecido Joaquín Areta. Nosotros, los de aquella generación, nunca pensamos que íbamos a vivir esto, ¿no?... llegar a Cosquín fue un sueño para nosotros. El coro nació en la cárcel de Córdoba, que fue una de las más complicadas del país... se asesinó a 32 compañeros, incluso con causa. Pero en 1979, cuando distintos organismos de derechos humanos fueron presionando a las autoridades para que se nos permitiera estar una hora por la mañana, una por la tarde para hacer nuestras necesidades en un pasillo, y una hora por semana para salir al patio, pudimos empezar a soñar con el coro. Yo recuerdo dos cosas: la primera vez que salimos al patio, después de dos años sin ver el cielo, era un día increíble, y lo primero que vimos fue el vuelo de un avión, que nosotros vimos como una paloma en libertad... a partir de ahí empezamos a cantar y a tocar. El primer coro lo formé con nueve compañeros, le decíamos el coro multipartidario, porque lo formé con nueve compañeros de todas las agrupaciones, y éste es como una continuación de aquella iniciativa”, dice el director, sobre la agrupación que se relanzó al mundo de las voces, cuando se presentó el libro Eslabones, escrito por integrantes de la Asociación de ex Presos Políticos de Córdoba.
Por último, entre las peñas, otro gran foco de interés del festival, se han destacado –por programación, concepto y puesta estética– El Sol del Sur, de la hija mimada de Cosquín Paola Bernal, que presentó interesantes propuestas como la del trío femenino Triura; también la resistente Fisura, ubicada en el Club Tiro Federal, que contó entre sus números a la explosiva intervención de Vislumbre del Esteko y las chacareras alucinadas del riojano Emiliano Zerbini; la casa de la Piripincha –una after peña– donde músicos de la talla de Peteco, el Duende Garnica, o el Trío MJC llegaban pasadas las nueve de la mañana para escuchar a músicos amateurs y La Salamanca que hace cinco años plantó bandera en Cosquín, enfrentando en diagonal a la plaza Próspero Molina. Y juega su partido.
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