MUSICA › LA SEGUNDA EDICIóN DEL ULTRA MUSIC FESTIVAL BUENOS AIRES Y EL ESTADO DE LA ESCENA ELECTRóNICA
Unos 18 mil fans se reunieron en Costanera Sur a compartir su pasión incansable por la música electrónica y el baile.
› Por Yumber Vera Rojas
Cada vez que suelta alguna de sus pistas con voces, Avicii –posiblemente inspirado en el cuervo que su ídolo, el astro holandés DJ Tiësto, crea con sus manos anticipando cada uno de sus himnos– mueve su puño derecho en forma de ola, siguiendo, como si se tratara de un surfista del hit, la trayectoria de la interpretación. Eso, hasta que esta trayectoria se conecta con un tramo instrumental que se eleva, esperando esa detonación que desata el descontrol del público. Eso ocurrió una y otra vez, a lo largo de dos horas, en la primera de las dos fechas del Ultra Music Festival Buenos Aires 2013 (la segunda es el sábado), consumada en la noche del martes en Costanera Sur. Allí, la revelación sueca de las bandejas intervino en calidad de figura estelar, secundada por el francés Martin Solveig y los holandeses Heradwell y Dash Berlin. No obstante, la construcción del clímax forma parte de los códigos que han establecido los DJ, en complicidad con el público, desde que éstos se transformaron en dioses del cenit sonoro a principios de la década pasada, a partir de la masificación de los festivales.
Poco después de la medianoche, antes de subir al escenario en la otrora Ciudad Deportiva de Boca Juniors, en la que lo esperaban 18 mil personas, al rubio DJ y productor de 23 años le hacían guardia en su camarín la producción del evento, fans y periodistas. Considerado por la revista Forbes como el segundo artista sub 30 más influyente del mundo, Tim Bergling –tal es su verdadero nombre– accedió a la Premier League de la electrónica de la misma manera que lo hizo el criollo Hernán Cattáneo: apadrinado por una estrella. Mientras el argentino contó con el respaldo del inglés Paul Oakenfold, el pibe de Estocolmo entró tras ganar un concurso organizado por el sello del legendario productor y DJ británico, amén de capo de la BBC Radio 1, Pete Tong. Desde entonces, la carrera de este flamante ídolo es una pendiente ascendente que incluye una colaboración con David Gue-tta y una reciente nominación al Grammy, en la categoría Mejor Grabación Dance (la obtuvo Skrillex), gracias a su éxito “Levels”. No obstante, pese a los laureles, la propuesta del artista sueco, encuadrada en las diversas variantes de la música house, y cuya distinción radica en matices planos, alimentados por esporádicas incursiones vocales que apelan al pop sofisticado, está lejos de romper los paradigmas de las pistas de baile.
Antes de que Avicii repasara sus loadas arias “Stay With You”, “Silhouettes” y la ya mencionada “Levels”, en un set que partió bien arriba (más por las expectativas que por lo que realmente fue), se mantuvo mesetario y retomó el pulso alto en un cierre infortunadamente desabrido, Martin Solveig mostró su capacidad para controlar a la masa a través de una fórmula tan elemental como efectiva: darle lo que ésta pide, el control de la fiesta. Por eso, desde el vamos, no se cansó de especular con sus hits, que, siguiendo el manual de estos tiempos, apela por la canción. Pero no fue mezquino, pues, aparte de sus ya clásicos “Ready 2 Go”, “Boys & Girls”, “The Night Out” y “Hello”, el productor y DJ parisiense se animó a cantar, a que los demás lo hicieran y a compartir temas de sus colegas de Swedish House Mafia, grandes ausentes de esta cita del dance, que se realiza por segunda vez en la capital porteña. Y si Hardwell mostró un poderoso show, Dash Berlin se metió a la audiencia en el bolsillo, hasta las seis de la mañana, con ese trance de última generación que es capaz de acalorar hasta a la futura reina Máxima.
Si bien el acto de bailar electrónica siempre fue instintivo, y para muestra está el piecito que rebota ante cada punchi punchi perdido en el unísono, lo que cambió sobre todo y de manera vertiginosa en los últimos cinco años es el contexto en el que se desenvuelve el contoneo. Quizá la culpa fue de will.i.am, un artista con muy buenas ideas, pero con un gusto musical por lo menos desatinado. Al cacique de los Black Eyed Peas se le ocurrió llevar su R&B rapeado a las pistas, después de escuchar a David Guetta, un productor y DJ francés, hasta entonces otro más del montón, cuyo identikit era ese house cantado, bien bolichero. Así, en 2009, apareció la primera colaboración entre ambos, “I Gotta Feeling”, lo que, respaldado por la aceitada maquinaria marketinera del conjunto de Los Angeles, no demoró ni un tris en transformarse en un hito y hasta en un parteaguas en la historia del laborioso beat. A partir de ese momento, la industria estadounidense no se detuvo en su afán de apropiarse del último bastión creativo de la música popular contemporánea.
Ciertamente, los norteamericanos, al igual que sucedió con el punk, se reparten la responsabilidad del nacimiento de la electrónica con los ingleses. Lo que sucede es que recién en los últimos tiempos se acordaron de la paternidad. Entonces se apuraron para que el Grammy le diera más prestancia al género, intentaron despojar a esta manifestación de todo concepto y hasta se atrevieron a crear un alien que funcionara a manera de género: el EDM (Electronic Dance Music), en el que caben Avicii o el fenómeno viral de PSY con su “Gangnam Style”. O sea, bautizaron un estilo con el mismo nombre de la tendencia que alberga a un sinnúmero de corrientes, impulsado por la vuelta de la rave en la tribu de los hipsters y por la necesidad de llevar al pop a la pista. Ante la coyuntura, británicos, alemanes, franceses y catalanes establecieron un frente de resistencia en contra de la distorsión, para que la cultura dance, que hoy goza de una gran vuelo intelectual, no pierda las perspectivas. Al tiempo que la Argentina no toma postura: sólo compra, mira y baila.
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