MUSICA › LA MUJER SIN SOMBRA
› Por Diego Fischerman
La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa pusieron en escena el final de un relato. Las maneras en que Europa se había visto a sí misma (y al mundo) ya no podían ser las mismas. La ilusión del progreso y la razón sucumbía frente a las crisis políticas pero, también, a la irrupción del inconsciente en las teorías freudianas y a las difuminaciones del contorno y la narratividad, en la pintura, y las direccionalidades claras en las tensiones de la armonía musical. Caía un relato y, sobre todo, las maneras de relatar. En ese sentido, no cuesta encontrar un retrato de esa época y de esas crisis (también difuminado, por supuesto) en La mujer sin sombra, la monumental ópera compuesta por Richard Strauss durante esa guerra, en colaboración con el poeta Hugo von Hofmannsthal.
De una escritura musical tan brillante como intrincada y compleja, y con un texto que se ciñe a esos oleajes sonoros como un guante, esta obra, pensada casi en contra del teatro de contingencias, es una de las óperas más bellas y significativas del repertorio y, asimismo, una de las que menos se programa. Las dificultades de montaje son enormes y conformar un elenco a la altura de las exigencias musicales (técnicas y expresivas) está afuera de las posibilidades de la mayoría de los teatros del mundo. Que el Colón la haya programado y que la haya presentado en una versión sumamente digna es ya un logro en sí mismo. Que algunas de las interpretaciones hayan estado a gran altura, empezando por la de la orquesta, conducida con tanto rigor como musicalidad por Ira Levin, y por un elenco elegido con buen criterio, muestra entonces no sólo la clase de teatro que el Colón es, por tradición y por la calidad de sus cuerpos, sino el que puede ser, cuando se lo programa con tino.
La puesta de Homoki recurre a un simbolismo sencillo y efectivo. Los personajes llevan en sus vestuarios los mismos ideogramas que cubren las paredes del escenario y se mimetizan con ellas o se destacan, sobre todo mediante el color, según su función en esa historia fuertemente simbólica, en la que se discurre acerca de lo humano y en que la posibilidad de verse o no aparece literalmente escenificada con las vendas en los ojos que llevan algunos de los personajes. Con un excelente trabajo de iluminación y una escenografía sugerente, la lectura de Homoki puede, por su supuesto, ser discutida pero, sin duda, muestra una mirada sobre la obra. La orquesta, excelente en general y con momentos destacadísimos en los solos de violín y en los pasajes de cuerdas en el comienzo del segundo acto y de las maderas en el principio del tercero, tuvo una actuación brillante, al igual que los coros. Iris Vermillon y Manuela Uhl, como el aya y la emperatriz, tuvieron muy buenas actuaciones, al igual que Jukka Rasilainen como Barak y Elena Pankratova como su esposa. Menos afortunada resultó la elección para el papel de emperador de Stephen Gould, sumamente estrangulado en su registro agudo. El resto del elenco cumplió las demandas con altura.
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