MUSICA › BROMAS Y LAMENTOS, CON DIRECCION ESCENICA DE MARCELO LOMBARDERO
Director y cantantes montan entre las mesas del bar Hasta Trilce un recorrido impecable por un conjunto de viejas canciones y fragmentos de óperas que rara vez es escuchado fuera de los ámbitos de especialistas.
› Por Diego Fischerman
La materia de un director de escena, en el campo de la ópera, es el tiempo. El tiempo musical, su relación de tensión con el tiempo dramático, los tiempos de músicos y cantantes y, claro, el Tiempo con mayúsculas. Por definición, debe vérselas, casi siempre, con obras del pasado. Obras, además, en las que el efecto en la audiencia no era una cuestión menor. Y, necesariamente, debe darles existencia en el presente. Bromas y lamentos, traducción literal de Scherzi e lamenti, una de las maneras en que se agrupaban piezas dramático-musicales a comienzo del siglo XVII, no es una ópera. Es, en rigor, algo mucho más parecido a un café concert. Pero funciona, con precisión, como terreno de exposición de varias de las hipótesis que Marcelo Lombardero, el más importante entre los directores de escena argentinos de las generaciones más jóvenes, pone en juego en el campo de la ópera.
En este espectáculo, uno de los más sorprendentes y logrados de los últimos tiempos, hay mucho de aventura. Director y cantantes abandonan, por propia decisión, las grandes salas y montan entre las mesas de un bar un recorrido impecable por el repertorio que sienta las bases del concepto que guió la relación entre sonido y teatralidad durante tres siglos. Un conjunto de canciones y fragmentos de óperas que, además, más allá de su importancia –y de su frágil belleza– rara vez es escuchado fuera de los ámbitos de especialistas. Lombardero trabaja con elementos mínimos pero fuertemente significativos. Explota al máximo cada mínima posibilidad expresiva, aprovecha el efecto de la espacialidad, sitúa a los cantantes en distintos lugares del café ubicado en la entrada de la sala Hasta Trilce (donde, de paso, ha sucedido, durante el último año, mucho de lo más trascendente en el terreno del teatro musical actual) y construye escenas pequeñas y exactas.
Una canción erótica de Claudio Monteverdi es interpretada, como si se tratara de un chat porno, frente a una webcam (y es vista por el público a través de un monitor); el dúo final de La coronación de Poppea, de ese mismo autor, es cantado por una pareja sentada a una mesa y mirándose a los ojos; una canción desesperada es entonada por el barman, mientras prepara un trago (y las tabletas repartidas entre los asistentes muestran, en lugar de la letra de la canción, la receta del negroni); otra es interpretada por una especie de cantautor, que comienza acompañándose por una guitarra antes de ceder ese lugar al impecable grupo de instrumentos históricos que forma parte del espectáculo. El excelente grupo de cantantes, entre quienes se destacan una impactante Oriana Favaro (su ninfa, en el Lamento incluido en el Octavo Libro de Madrigales de Monteverdi, es de una belleza y un poder expresivo paralizantes), Cecilia Pastawski y Santiago Burgi devuelve a este repertorio una actualidad conmovedora, sin otras armas que una interpretación meticulosa, una entrega afectiva evidente y una detallista preocupación por el texto. La precisa dirección musical de Lavista y una iluminación que colabora adecuadamente con los climas por los que atraviesa el espectáculo son parte de estas bromas y lamentos –o, si se quiere, de este exquisito divertimento– en que el tiempo, esa vieja materia, recobra toda su dimensión expresiva.
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