Mar 08.10.2013
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MUSICA › OPINIóN

Un domingo de misa negra

› Por Eduardo Fabregat

Uno no esperaba esto. El guitarrista está atravesando desde hace un año un tratamiento experimental de quimioterapia para su cáncer linfático. A mediados de los ’70, el bajista consumió cocaína de a bolsas. El cantante ha pasado al menos 30 de sus 64 años en una nube de drogas y alcohol. Según los reportes, el baterista ni siquiera estuvo a la altura de lo que se necesitaba, y hubo que traer sangre nueva para los parches. Y nada de eso importa: cuando Tony Iommi, Terence “Geezer” Butler y Ozzy Osbourne liquidan la faena platense con “Paranoid” –ese tema grabado de apuro que terminó atravesando los tiempos–, le ponen el moño a una contundente lección de rock, que todo el que pretenda subir a un escenario para hacer ciertos géneros debería tener muy en cuenta.

Se esperaba un Black Sabbath al que deberían perdonársele cosas y al final hubo que pedir silencioso perdón por subestimar a la Bruja de Birmingham. Es que uno sospechaba que el disco de regreso, 13, tenía enormes valores, pero también un rosqueo sónico importante por parte del productor Rick Rubin; con todo el cariño que se le tiene a Black Sabbath, cabía el margen de duda sobre cómo respondería la banda en escena.

Y entonces Black Sabbath tomó el estadio de la capital platense para recordar quién escribió el libro consultado por buena parte del rock duro de todos los tiempos. De dónde salen esos riffs que calientan la sangre y esa voz que hiela la nuca, ese bajo con wah wah que hace temblar las paredes. Y cómo se hipnotiza a la multitud con “Rat salad” (¡”Rat salad” sonando en vivo en la Argentina!) y dejar que Tommy Clufetos, llegado en DeLorean desde los ’70 para aporrear la batería, haga lo que hay que hacer para que no duela tanto la ausencia de Bill Ward.

Uno no esperaba esa monolítica expresión de rock denso, visceral, de lava eléctrico, que diluyó las fronteras entre los temas de la vieja guardia y novedades como “End of the beginning”, “Age of reason”, “God is dead” y “Methademic”. Punto para Rubin, que sentó al trío original a escuchar el debut de 1970 y les señaló: “Señores, Black Sabbath es esto”.

Y Sabbath fue y es eso. Y Sabbath no vino a currar con el pasado, vino a pasear por Buenos Aires la vigencia de una manera de entender y tocar el rock. En la platea y en el campo, hombres y mujeres a veces de aspecto feroz y el mismo brillo conmovido en los ojos. Eso de que el público heavy es temible y duro hasta lo marmóreo es un mito: hay una sensibilidad que inclusive escasea en otros géneros que distancian algo al artista y su público. En la demoledora velada del domingo jugó el excelente estado de la banda, su poderío, un sonido que no falló nunca y un set sin baches, pero también la memoria emotiva de un pueblo que abrazó al rock a través de grupos como Black Sabbath, y ya nada fue igual. Ya en la previa era una cita de honor. Que esas canciones sonaran de nuevo, y de esa forma, y con semejante poder de convencimiento, fue el regalo que ni los más optimistas esperaban. Un domingo de misa negra.

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