Mar 21.01.2014
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MUSICA › FIESTA NACIONAL DEL CHAMAMé, DONDE TODO ES POSIBLE

Una tradición de contrastes

Durante doce días, la gran celebración correntina tuvo todos los condimentos, desde la bailanta chamamecera del Puente Pexoa hasta el lisérgico Chamarock, pasando por las ferias de productos regionales y un listado interminable de artistas, consagrados o no.

› Por Cristian Vitale

Desde Corrientes

Cuarenta grados a la sombra, insisten los entendidos del pago. Previenen al visitante de lo cruel que puede ser para un cuerpo humano tipo exponerse a una temperatura casi anormal. Avisan, al menos para incorporar conciencia. Cuarenta grados a la sombra –o más– se comprueban en tiempo y espacio, durante el desarrollo de uno de los focos centrales del Festival del Chamamé, en Corrientes: la bailanta chamamecera del Puente Pexoa. El lugar, que en días normales funciona como camping, es inmenso y está atiborrado de gente en tren de fiesta. A la una del mediodía, durante la cuarta y última jornada de tal actividad, esos mismos entendidos no se dan por enterados del calor. No parece, al menos, cuando el presentador advierte sobre la peligrosidad de las palometas (habían herido a dos niños en el riacho prohibido para bañarse), anuncia un nuevo número (el Gringo de las dos Hileras) y obliga a los mirones a dejar la pista libre para los que hacen lo que tienen que hacer: bailar. La pista es sobre la mismísima tierra y la única defensa ante un sol realmente asesino es una bandera argentina de unos 50 metros por 20, que hace las veces de techo. Que guarece una postal en movimiento. Un río de cuerpos en movimiento que bien podría sintetizar el ABC del chamamé tradicional. El latido rupestre, autóctono y sudado de una región.

Los mirones a un lado, entonces, y un NEA que se manifiesta a través de esos cuerpos encimados y festivos. De esos trajes gauchos –a la manera correntina– que incorporan bombachas rojas o azules, vinchas, chalecos al tono, cuchillos encastrados en espaldas “a presión cinturón”, botas con espuelas cuyo retumbe retumba en la tierra, e inscripciones que defienden el prestigio de cada pago: Laguna Brava, Empedrado, Y’Peguá, Bella Vista o Paso de la Patria, entre varios más. La banda de sonido (el gringo de las dos hileras) es un chango que justo el domingo cumple catorce años y es presentado como la sangre nueva del chamamé. La formación es la típica según los cánones acústicos de tradición (acordeón a piano más dos guitarras), pero él arriesga con un bajo eléctrico. Lo que suena es un repertorio clásico, y las réplicas del Gauchito Gil se mezclan con sapukays, termos de vino tinto con sobredosis de hielo, danza a morir bajo ropaje insufrible, polkas, y la Virgen de Itatí como sostén del cielo. Una iconografía que permanece inmutable según pasan los números (el Trío Amistad, Gustavo Godoy y Brisas Correntinas, entre ellos) y bajo un contexto que se extiende hacia la vera del río con parrilladas al paso, árboles con sombras redentoras, una feria de productos regionales, un kilómetro cero para cabalgatas y cola interminable para mojarse la nuca en las canillas públicas. “Uno podría morirse tranquilamente aquí”, expulsa desde las vísceras una mujer mesopotámica, que es arrastrada por su compañero hacia la pinta de baile. Y ríe. Tal vez dé la vida por él.

Contraste. La idea de Universo Chamamé, con que la producción definió esta vigésimo cuarta edición de la fiesta nacional del chamamé (y décima del Mercosur), cumple su sino cuando incluye a su franja renovadora: el Chamarock. El Pica-sso Bar es uno de los refugios rocker del casco urbano de Corrientes Capital. Las paredes negras y alguna luz tenue iluminando pinturas clásicas del plástico español anuncian algo que, de movida, poco y nada tiene que ver con el paisaje de Puente Pexoa. Adentro no sorprende que estén sonando Lou Reed, Jimi Hendrix o The Doors, y que los cuadros y dibujos que cuelgan de las paredes tengan como musas a Pink Floyd, Led Zeppelin, Nirvana o Luis Alberto Spinetta. A las tres de la mañana del sábado un humo espeso llama a los músicos a escena y, de repente, el lugar se transforma en un infierno: irrumpe Guauchos, un quinteto formoseño hecho de tracción a sangre que viene resultando una de las mejores noticias para el alicaído rock argentino.

Folk rock, le dicen ellos. Un folk rock con muchos giros, en todo caso, que implica chacareras lisérgicas bajo el mandato de un sonido infernal, chamamés poderosos y ataques a lo Crimson. Que introducen el acordeón a piano con el fin de darle un color regional a un universo que lo supera ampliamente. Que, bajo la magia escénica que propone un frontman incendiario, apoyado en una sólida formación a tres guitarras, bajo y batería, puede convertir cualquier lugar en un purgatorio con aspiraciones de infierno. Cuelgues. Cortes. Viajes. Péndulos climáticos. Muchas reminiscencias del mejor rock progresivo de los setentas. Psicodelia con visiones instaladas en las improntas del NEA. Y una pretensión, ajustada y certera, de dejar en claro también el lugar de donde vienen: la mágica y misteriosa Formosa. El set, que terminó con el sol del 18, contempló quince piezas. Muchas de Pago, su notable segundo disco (“Algo de vos”, “Mi flecha”, “Pull”, “Pago por volver”, “Espejo”, “Milenios” y “En el camino”, entre ellos) y otras de encare extra como la versión deforme y sorprendente –a lo Jacinto Piedra– de “Dejame que me vaya” o el “Chamamix”, que acredita pertenencia.

Misma hora y mismo lugar, pero un día después, toca una banda hermana de Guauchos: NDRamírez. Es la última fecha del Chamarock, que el fin de semana pasado había ocurrido como Jazzmamé, y la banda, también nacida en Formosa, se impone con las mismas inclinaciones decibélicas y regionales, pero una estética que se desmarca de la de sus comprovincianos. Salen con sombrero de paja y ala ancha, exploran, cierto cuelgue instrumental recuerda a la línea Manzarek, tienen un poeta que aparece de a ratos y pide por la despenalización de la marihuana, anuda rock y chamamé en los excesos y la autenticidad y recuerda a Juan Gelman. El frontman calza una remera de Hendrix y un saco con sogas y manos que cuelgan. Hacen una versión muy personal de “Jijiji”, otra increíblemente lucida de la norteña “Ojos azules”, invitan a un nene de quince años a rapear, a un ríspido punk de la zona (el cantante de la banda correntina Saltimbankis) para destilar rabia con “Se viene la tormenta” y se autoconvocan para dar un puñado de temas con mucho olor a nuevos rumbos: “Hay provincia”, “Mister chamamé” y “Pretendo”, éste del último disco Trágico robótico, erótico, neurótico, recientemente editado por el sello por el que pasa buena parte del rock de la región: Mamboretá Psicofolk Records.

Las dos franjas de máxima, entonces, que dieron marco a un festival que, claro, tuvo su andarivel principal en el histórico anfiteatro Mario del Tránsito Cocomarola (ver recuadro) y que también contempló diversas actividades paralelas como los recitales a la vera del Paraná; la segunda edición del Mercado Chamamé, las rondas de encuentros entre músicos y productores con el fin de extender el radio de difusión al género; una bailanta “paralela” a la del Puente Pexoa (la del cantante y guitarrista Matías Galarza), que presentó a Los Hijos de los Barrios, Amandayé y Espuelas del Litoral, entre otros, en las orillas del Paraná, y el cine-documental chamamecero, que le puso más imagen a esta panorámica de sapukays en cadena que dominó la provincia durante doce días.

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