MUSICA › LA ORQUESTA SINFONICA NACIONAL ABRIO SU TEMPORADA CON UN CONCIERTO EN LA VILLA 31
El concierto dirigido por Guillermo Becerra con obras de Gilardi, Mussorgsky, Piazzolla, Brahms, Borodin y Dvorak despertó fascinación y propuso una clase de disfrute musical distinto.
› Por Diego Fischerman
El poeta afroamericano Langston Hughes escribió una vez “Yo también soy América”. En una serie de crónicas para Noticias gráficas, y luego en la novela que por primera vez le dio nombre a eso que “crece en los repliegues” de la ciudad, el escritor y periodista Bernardo Verbitsky habló de ellas. La novela, publicada en 1957, es una de las más importantes de su época. El título era Villa Miseria también es América. Y todavía no ha aparecido una manera más clara para referirse a esos universos donde el margen se torna central. Y aun ese mundo dentro de otro –o a su costado– que es la Villa 31, casi una ciudad paralela, tiene a la miseria, como una llaga, inscripta en su piel.
Pueden pensarse diversas políticas. Puede entendérsela o no como un problema. Pero, básicamente, aquello que se haga pertenecerá a uno de dos grandes campos: el de la exclusión o el de la inclusión. Aquello crecido en los repliegues del crecimiento, tantos años después, sigue estando. Y no sólo en Buenos Aires, desde ya. Entre tanto, o se mira para otro lado y se intenta –de manera infructuosa– aislarla, o se busca que, a su manera, forme parte del mapa reconocido. Que la Secretaría de Cultura de la Nación haya abierto un centro cultural en la Villa 21 y esté por hacer lo propio en la 31 no podría ser un gesto más claro. Que la Orquesta Sinfónica Nacional abra su temporada de conciertos de este año precisamente allí, tampoco. Territorio hostil, podrían pensar algunos. Y, sin embargo, nada más lejano a la hostilidad que la concentración y, en muchos casos, fascinación de quienes asistieron al concierto que dirigió Guillermo Becerra con obras de Modest Mussorgsky, Gilardo Gilardi, Astor Piazzolla, Johannes Brahms, Alexander Borodin y Antonin Dvorak.
Puede presumirse que, para la mayoría de quienes estuvieron allí, se trataba de la primera vez que escuchaban una orquesta sinfónica y, muy posiblemente, la clase de repertorio que se interpreta en estos casos. Incluso ese repertorio también un poco marginal que los programadores suelen considerar “popular” o “apto” para esta clase de eventos. Es posible que ese conjunto de danzas rusas, eslavas y argentinas estilizadas fueran más “fáciles” o “accesibles” en aquellos tiempos en que el cine y la televisión recurrían profusamente a ellas como banda de sonido. Resulta bastante discutible que a esta altura del partido (un partido donde reina indiscutida la “música tropical”, sin que nadie comparta la corona ni por un segundo) eso resulte más popular que una sinfonía de Mozart o una pieza de Stravinsky. Y conviene, también, despejar de entrada cualquier fantasía en el sentido de que estos conciertos permiten el contacto de un público nuevo con un “arte superior”, “elevado” y, desde ya, “elevador”. No se trata de eso. No es el público el que es nuevo: él ya estaba allí. La nueva es la música sinfónica (cualquiera: tanto Piazzolla como Stravinsky, en todo caso). No es superior a la que allí se oye habitualmente. Seguramente no la reemplazará en los hábitos de escucha ni tampoco permitirá asomarse a una espiritualidad más elevada. Pero, simplemente, permite una clase de disfrute distinto. Un concierto de esta naturaleza es, sencillamente, una manera de poner en contacto parte del patrimonio de la humanidad con una parte de la humanidad que, de otra manera, tendría muy escasas chances no sólo de sentir placer o de emocionarse con esas músicas sino hasta de enterarse de su existencia.
La entrada al barrio, como lo llaman algunos de sus habitantes, debe cumplir ciertas condiciones. Gente que espera en un punto y que acompaña hasta otro. Códigos entre el acompañante y quienes se cruzan con él. “Guarda, amigo”, le dice a quien está a punto de chocarse con un cochecito de bebés. Y a quien quiera escucharlo: “Hay algunos que tienen miedo de andar por acá, pero la verdad que es re tranquilo”. La Villa Miseria que observaba Bernardo Verbitsky era la de las casas de latón. En ésta, las edificaciones de varias plantas, con negocios, mercados y locales de comida a lo largo de la calle de entrada marcan una distancia que, tal vez, no sea otra que la que existe entre aquello que se pensaba transitorio y un mundo ya establecido, con estatutos propios y con el sello de lo definitivo. En sus palabras antes de que el concierto empezara, el secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, recordó que el número que identifica a la villa, el 31, es el mismo que en la Constitución de la Ciudad se refiere al derecho a la vivienda. Antes, algunos chicos jugaban un cabeza y las familias se acomodaban en las sillas dispuestas en el playón, frente al escenario, uno de los trabajadores culturales de la villa nombraba a la Sinfónica Nacional y al hecho histórico de que tocara por primera vez en ese lugar. Y entre tanto sonaba, desde algún lugar, la cumbia.
Encuentro de culturas, hubiera dicho un antropólogo. El público sacaba sus celulares para fotografiar a la orquesta y sus integrantes, mientras se acomodaban, hacían lo propio con quienes estaban abajo del escenario. El secretario de Cultura habló de la emoción de unos y otros, frente a lo que sucedía por primera vez. Y era cierto. Después vino la música: Una noche en el Monte Calvo, de Mussorgsky, con sus silencios repentinos y su lenguaje teatral (o cinematográfico), la más introvertida Suite Argentina de Gilardil, la energía casi eléctrica de “Decarísimo” y “Fuga y misterio”, de Piazzolla, en las orquestaciones de José Carli, la Danza Húngara Nº 5 de Brahms, la Danza eslava Nº 2, opus 72 y Nº 8, opus 46 de Dvorak y las Danzas Polovtsianas de la ópera El Príncipe Igor, de Borodin. Dicen algunos que la música es el más universal de los lenguajes. Y es posible que sea cierto.
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