MUSICA › MARTHA ARGERICH, DANIEL BARENBOIM, LA WEST-EASTERN DIVAN Y UN CONCIERTO HISTóRICO
Barenboim, director y creador de la orquesta formada por músicos israelíes y palestinos, sostiene que la música tiene el poder de suspender las diferencias, y eso quedó de manifiesto en el Colón. Y también que nadie toca el piano como Argerich.
› Por Diego Fischerman
Ella sacude la cabeza. Apenas. Para sí. Como confirmando que está lista, que puede hacerlo. Mira hacia las localidades altas de un teatro colmado. Junta sus manos. Busca con los ojos a alguien en la platea y, al encontrarlo, le sonríe. Cada gesto tiene el temblor de la expectativa. Es un ritual. Martha Argerich está sentada al piano, busca acomodar la altura de su banqueta. Gira un poco su cabeza y cruza su mirada con la del director, Daniel Barenboim. Se deja habitar por el sonido de la orquesta. Se sacude con los acentos repentinos. Y pocas veces la introducción de un concierto para piano y orquesta, con su teatralidad, sus suspensos, sus dilaciones y presentaciones de lo que vendrá, lo es tan cabalmente. Todo es, en ese momento, anticipación.
El pequeño movimiento ascendente de las primeras dos notas del piano, la bordadura del instante siguiente, todo tiene el sello de Argerich. La claridad, ese don cristalino, exacto y al mismo tiempo cargado de una energía excepcional. Nadie toca el piano como ella. Y ella, en ese momento, se adueña de la música. Muchos –muchos más que los que uno creería– lloran. Algunos sonríen embobados. Otros, sentados en el borde de sus sillas, están, simplemente, capturados por esa extraña, irrepetible magia fugaz. La música, al fin y al cabo, siempre es anticipación. Y recuerdo. Casi no existe allí el presente. Y todo es, al mismo tiempo, sólo presente. Cada sonido ya ha desa-parecido en el momento en que es escuchado. Y, sin embargo, seguirá estando allí por horas. Por días. A veces, toda la vida.
La West-Eastern Divan es una muy buena orquesta. Con primeros y segundos violines en atriles opuestos, a la vieja usanza (lo que da una notable transparencia y equilibrio a los planos y texturas) es, en todas sus líneas, una orquesta de tradición alemana. Poco importa, en ese aspecto, el origen palestino o israelí de sus integrantes. La orquesta nació como un taller y un sistema de becas con los solistas de la Staatskapelle de Berlín y, en gran medida, suena hoy como una legítima heredera: suntuosa en las cuerdas, cantante en las maderas, notable en los pianísimos de cornos o trompetas, potente, arrolladora en los tutti. Y si la música, desde el pensamiento de Barenboim, es lo suficientemente poderosa como para suspender diferencias culturales y enfrentamientos ancestrales (“ante la partitura todos son iguales”, gusta recordar su director), lo mismo sucede en el Teatro Colón.
La ovación gigantesca que saludó la aparición de Barenboim en el escenario ya se ha apagado. Ha sonado una Obertura de Las bodas de Figaro, de Mozart, de nitidez asombrosa. El Concierto Nº 1 de Beethoven, con Argerich recogida en sí misma, lírica hasta el abismo, en el segundo movimiento, y fulminante en el tercero, borra cualquier consideración ajena al propio sonido. Se sabe que esta orquesta es un proyecto de singular proyección humanística. Se la escucha, tal vez, con la sensación de un eco inconsciente, donde resuenan los horrores de una región atravesada por la incomprensión más extrema. Y, sin embargo, en ese momento –igual que para sus integrantes– todo es música.
La primera parte del histórico concierto en el Colón concluyó con la orquesta aplaudiendo –y en algunos casos con actitud casi de fans– a la pianista, que luego de varias salidas, en las que llamó a Barenboim a su lado y él se negó, desde un costado, dándole el lugar de la protagonista absoluta, movió sus dedos en el aire y, desde el aire mismo, antes de haber terminado de sentarse, tocó “Traumeswirren”, el número final de las Piezas de fantasía de Robert Schumann. La tocó como si la improvisara; cada matiz, cada plano intermedio resaltado, parecía obedecer a un impulso. Y tal vez ése sea su secreto: lograr que música escrita hace doscientos años –y que ella ha tocado infinidad de veces en su vida– suene siempre como si fuera la primera vez.
En la segunda parte, la orquesta se dedicó a las obras en las que Ravel, con distintos grados de distancia, miró hacia el imaginario español. Rapsodia española, originariamente escrita para dúo de pianos; Alborada del gracioso y Pavana para una infanta difunta, compuestas inicialmente para piano, suenan, en las orquestaciones posteriores, como si hubieran sido pensadas, nota por nota y matiz por matiz, para la orquesta. Hay un grado casi imposible de materialidad en la instrumentación y la West-Eastern Divan respondió con sensibilidad y exactitud. Cada pizzicato, el impulso de los cellos, los solos de fagot o de corno inglés fueron de una belleza abrumadora. El Ravel de Barenboim, en todo caso, es aquel en el que aflora el control, el de la racionalidad extrema y jamás el del pintoresquismo alocado. Esa lógica sin concesiones fue el sello de la última obra, la única que había sido escrita especialmente para una orquesta y, en rigor, una clase de obra que jamás podría ser tocada por otra cosa que una orquesta en tanto de lo que habla es, precisamente, de ella.
En Bolero no hay desarrollos, ni variaciones progresivas. La modulación, que durante dos siglos había estructurado la idea del relato musical, allí, casi como un chiste –o como una manera de poner en escena su ausencia como principio constructivo–, aparece una sola vez y sobre el final. No hay otro relato que una suerte de alucinada –y extremadamente modernista, si se piensa que se estrenó en 1928– repetición, siempre en crescendo, de algo que acaba convirtiéndose en autorreferencia pura. Y, prolongando el juego, los bises mantuvieron un principio en común, el efecto de la España imaginaria (o no tanto) en la cultura francesa. Luego de la repetición de un número de la Rapsodia, la orquesta tocó varios pasajes de la ópera Carmen, de Bizet, con Barenboim parado entre los segundos violines, sin dirigir –es decir, mostrando el grado máximo de la dirección, aquel que puede ser ejercido sin gestos y a la distancia– en el último de ellos, el Preludio. La despedida fue sólo con los vientos y la percusión, en un arreglo de “El firulete”, realizado por José Carli.
Solista: Martha Argerich.
Dirección: Daniel Barenboim.
Obras de Mozart, Beethoven y Ravel
Teatro Colón, 3 de agosto
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