MUSICA › OPINIóN
› Por Horacio Bernades
Con Manuel Martínez Carril, nacido en Montevideo en 1938 y fallecido el domingo pasado en la misma ciudad, se va no sólo un referente clave de la cinefilia y la cultura cinematográfica rioplatenses, sino también un romántico con todas las letras. De esos a los que la modernidad va cercando. No fue, sin embargo, la modernidad la que lo mató, sino la pura biología (tenía 76) y una salud estragada. Durante muchos, demasiados años, Martínez Carril fumó tres atados diarios. Un problema de columna lo obligaba a andar con bastón desde hacía un rato largo. Mucho café, cigarrillos y un compromiso laboral que lo llevaba a deslomarse, desde temprano en la mañana hasta la noche tarde: podría pensarse que fueron la ética y hábitos propios de ese romanticismo tan de los ‘60 y ‘70 los que lo mataron. Pero no: el romanticismo lo mantuvo vivo, a pesar de la salud deteriorada. ¿Deteriorada de tanto luchar contra los molinos de viento de la implacable modernidad? Seguramente.
Hijo de un país que, según cuenta la leyenda, allá por los ’50 “descubrió” a Bergman antes que los propios europeos, Manolo Martínez Carril, como lo llamaba todo el mundo, ejerció el periodismo y la crítica cinematográfica hasta último momento, con abundantes colaboraciones en la revista Brecha. Pero la tarea que lo inmortaliza es la fundación y dirección de la Cinemateca Uruguaya, a partir de 1967. Alter ego rioplatense de Henri Langlois –que inició a varias generaciones de cinéfilos franceses–, Martínez Carril concebía la tarea de una cinemateca no como simple centro de documentación, acopio y restauración (lo cual ya sería mucho), sino como lugar de formación integral, basado sobre todo en la incesante exhibición pública de material de todos los gustos, orígenes y colores estéticos.
Desde hace décadas –primero con MMC como director, más tarde como director honorífico–, la Cinemateca Uruguaya es un bastión cinéfilo, contando hasta el día de hoy con tres salas de exhibición, una videoteca y una librería. A todo lo cual se le fueron sumando la edición de una revista, detalladísimos programas y, últimamente, publicaciones virtuales. Basta ingresar, ahora mismo, en la página www.cinemateca.org.uy para comprobarlo. Martínez Carril no dirigía la obra de su creación desde un escritorio. Tal como lo fijó para siempre el realizador Federico Veiroj en esa perla llamada La vida útil (2010), Martínez Carril se ocupaba de todo. Pero de todo, todo: tapaba baches financieros, buscaba sponsors que no aparecían, proyectaba, hacía traducción simultánea (en vivo) de los intertítulos de los films mudos y hasta anunciaba por los parlantes de sala las próximas funciones.
Todo, sin pedir nada a cambio. Ni reconocimiento siquiera: durante añares usó unos lentes de marco grueso que parecían diseñados para ocultarse tras ellos. Hasta que se operó de la miopía y los tiró. De lo que jamás sufrió Manuel Martínez Carril fue de miopía humana y cinematográfica. Decir que la suya fue una vida útil es decir poco.
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