MUSICA › BRUNO GELBER TOCARA EN EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE USHUAIA
En la ciudad austral, el pianista interpretará el Concierto Nº 4 de Beethoven, al que define como “El Concierto, con mayúsculas”. En esta entrevista, repasa su vida y su carrera, con especial acento en sus inicios como niño prodigio del instrumento.
› Por Diego Fischerman
El mundo de Bruno Gelber empieza un poco antes. Ya en la calle, de pronto, entre los cartoneros y los que revuelven entre los restos dejados por los mayoristas de telas, y las construcciones desvencijadas con locales empobrecidos en sus plantas bajas, aparece la Torre Saint, proyectada por el arquitecto francés Robert Tiphaine en 1925. Paisaje de película posnuclear: un edificio precursor del Art Déco, coronado por dos sobrenaturales torres con tejas de bronce que se han ido volviendo verdes, entre las ruinas. Y adentro, en un departamento que remite mucho más al París de los años ’40 que al barrio de Once, entre fotografías de actrices del cine argentino de esa década –y sobre todo de su admirada Laura Hidalgo–, recuerdos acumulados sobre cada superficie plana, pesados cortinados y algún retrato suyo, al óleo, obsequiado por un pintor amigo, el pianista sirve el té –una mezcla entre dos variedades orientales– y habla, como ha hecho ya tantas veces, de su vida.
“De chico me fui armando como concertista y como personaje. A pesar de la polio, que la tuve a los 7 años –cuenta–. A los 5 toqué en Quilmes, en una fiesta de fin de curso de una profesora de piano amiga de mamá, en la que actuaban todos sus alumnos. Y a los 9 fue mi primer concierto con orquesta. Entre ambas actuaciones yo ya había decidido quién sería.” Entre esas dos primeras presentaciones en público, también, llegó la enfermedad. “Estaba acostumbrado a estar enfermo –dice Gelber–. Y es por todo lo que me protegían. Me agarraba cualquier bacteria que anduviera por ahí.” El resto de la historia es conocido. Los padres reformaron el piano para que el niño pudiera seguir tocando, a pesar de la poliomielitis. “Fue la única vez que tuve realmente miedo. Cuando mamá llegó de lo de la doctora Durand y vino con los ojos llorosos a decirme que era posible que no volviera a caminar, lo que le pregunté inmediatamente era si iba a poder seguir tocando el piano. Y ella me aseguró que sí, lo que por supuesto no era nada seguro. Porque la enfermedad a veces paraba o remitía un poco, y a veces no. A mí me llegó hasta arriba de la cintura y después bajó y no se fue del todo pero se quedó sólo del lado izquierdo. Pero en ese momento nadie lo sabía. Por supuesto, yo le creí a mamá y creo que eso me dio fuerzas.”
Gelber, que es una de las estrellas en la décima edición del Festival Internacional de Ushuaia, que comenzó ayer, tiene entre sus laureles el hecho de que una de sus grabaciones, la versión del Concierto Nº 1 de Johannes Brahms que realizó en 1965, con Franz-Paul Decker al frente de la Filarmónica de Munich, premiada en su momento con el Grand Prix du Disque, acaba de ser distinguida como la mejor grabación de la historia de ese concierto. Artur Rubinstein dijo de él que era “uno de los pianistas más grandes de su generación” y lo seleccionó para participar de la película L’amour de la vie, un documental dedicado a Rubinstein y dirigido por François Reichenbach. “Rubinstein me enseñó algo muy importante –dice el pianista–. El me dijo una vez que nunca estudiara la obra que debía tocar ese día, porque de esa manera la domesticaría. Y si la domesticaba, dejaría de sentir la emoción.”
En Ushuaia, Bruno Gelber tocará el Concierto Nº 4 de Beethoven. “El Concierto, con mayúsculas”, define. “Es una obra tan inspirada... La toqué por primera vez a los 16 años, en la Facultad de Derecho –recuerda–. Y obviamente la toqué mucho más rápido de lo que la toco ahora, porque no tenía la misma necesidad de expresión que tengo ahora. Debo haberla tocado por lo menos 350 veces. Voy a ser muy franco: en una obra clásica hay una estructura, que no se puede cambiar. No se pueden hacer rubatos en Beethoven, no se puede usar mucho el pedal. Uno cree que siempre toca mejor esa obra. Y no creo que sea el caso. Uno va tocando de maneras distintas. No necesariamente mejor, pero sí más parecido a cómo es uno en cada momento. La música es un lenguaje y, a pesar de esos límites que la propia obra impone, hay momentos de la vida en que uno siente esa pieza más vital, o más reflexiva, o más dramática. Pero eso no significa un cambio fundamental; un movimiento muy concentrado, como es el segundo movimiento, nunca va a ser liviano. Pero es como la vida de la gente y cómo uno se percibe a sí mismo y a los demás. A veces uno vuelve a viejas pasiones, a personajes que estaban lejos de uno, y los siente diferentes. Hay inspiraciones diversas.”
Gelber adora al público. Y sabe que quien está ante él es, además de otras cosas, un personaje. Es consciente de serlo y cuenta que esa certeza la tuvo desde muy niño. “Cuando toqué en ese primer concierto en Quilmes estaba feliz. Estaba acostumbrado a ser el número vivo, en mi casa. Mamá me hizo pianista, cuando se convenció de que tenía talento. Pero papá me hizo concertista, haciéndome tocar delante de cualquiera que viniera a casa. Aparecía un cobrador y él le decía: ‘¿Escuchó al nene?’. Sonaba el timbre y yo me ponía una de las tres cosas que consideraba que me quedaban bien, me peinaba e iba al salón. Y si no me decían de tocar, me acercaba yo y preguntaba: ‘¿Usted ya me escuchó tocar?’. Y entonces me sentaba y tocaba. Creo que decidí ser músico ya en la panza de mi mamá. A los 2 años estaba todo el tiempo parado junto a ella, cuando tocaba y daba clase. Yo tuve una mamitis aguda, por no decir un severo complejo de Edipo. Y cuando sus alumnos se iban, yo tocaba lo que ellos habían tocado, con un solo dedo. Con papá habían decidido que no, que no me enseñarían. Ellos no eran de familias ricas y se habían conocido trabajando como músicos. Y querían para mí algo más seguro y más rentable. Pero a mí, cuando algo se me mete en la cabeza, no paro hasta conseguirlo, así que un día mamá me sentó al piano. Y papá, que era quien supuestamente se oponía, después estaba orgulloso y, de hecho, me ayudó muchísimo en mis comienzos.”
“Muy pronto empecé a demostrar que tenía talento –continúa Gelber–. Mamá sabía que no se trataba sólo de talento, que para hacer una carrera se necesita también un temple especial, así que de una manera bastante cartesiana dijo: ‘Veremos cómo sigue esto’. No todos resisten al público, pero a mí esa situación me fascinaba. Mi primer concierto con orquesta fue porque mi padre sedujo a una cantidad de amigos de la orquesta del Colón, donde trabajaba, y conformó un grupo. No era la Filarmónica de Berlín, pero una orquesta al fin. Y lo dirigió mi maestro, Vicente Scaramuzza, en el Círculo Militar. Yo sentía, con total claridad, que eso era distinto que tocar en casa. Y la atención de toda esa gente sobre uno brinda una sensación increíble. Estuve muy feliz. Salí a tocar y estaba seguro de que el concierto lo sabía bien a fondo. Y saboreé el placer del éxito. Me encantó que la gente me rodeara, me abrazara y me pidiera autógrafos. Tenía gran pasión por el cine argentino y hacía poco había ido a una audición en Radio Splendid que se llamaba Pantalla Gigante, donde iban los artistas y la gente los esperaba en la entrada. Y yo era loco de esa señora que está en tantas fotos, en esta casa, que es Laura Hidalgo. Después de ese concierto, me sentí objeto de una admiración parecida. La vida me enseñó enseguida que lo que uno espera muchas veces no sucede. Ese concierto tuvo tanto éxito que se repitió a los veinte días e hice poner una mesita y una silla, para poder firmar autógrafos cómodo. Y fue el mismo éxito, pero nadie me pidió ningún autógrafo.”
Cuando habla de sus comienzos, aparece una y otra vez el nombre de Scaramuzza. Y, al mismo tiempo que lo califica de genio, cuenta cómo lo hacía cambiar totalmente de técnica (“La muñeca alzada, con cien razones que lo justificaban, o la muñeca baja, con otras cien, igualmente poderosas”) de una semana a la otra y cómo “molestarnos no le iba nada mal a su carácter”. Le reconoce haberle enseñado la idea de “la perfección posible”. Y no duda en describirlo como “un ser muy amargo”. Para él, dice, “la enseñanza había estado en tercer lugar”. “Primero había querido ser concertista y en esas épocas no había Rivotril ni nada de eso. No digo que todo el mundo deba tomarse uno para dar un concierto, pero él era muy nervioso y el tilo que tomaba detrás de escena no alcanzaba. Dar conciertos no era para él. Entonces quiso componer y tampoco le fue bien. Vino a la Argentina y se instaló como maestro. Y tuvo una cantidad enorme de alumnos conocidos. Pero nunca se sintió feliz con eso.”
Para Gelber, la felicidad es algo esencial. Y que asocia, necesariamente, con la música. “Hay gente que escucha para ver quién toca mejor, si tal o cual toca más rápido o si tiene técnica. Y hay otros a los que les gusta la música. Para mí, como amo el cine, el summum es cuando se juntan ambas cosas, como, por ejemplo en Muerte en Venecia, la película dirigida por Lucchino Visconti. Pero escuchar no implica necesariamente hacerlo con un aparato. Yo escucho música todo el tiempo. La tengo en mis oídos. Cierro los ojos y pienso en una música, y la música aparece. Y se queda. Es exactamente como cuando uno se enamora de alguien. Su imagen vuelve y vuelve y está siempre presente. No hay manera de sacársela de encima.”
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