Lun 20.10.2014
espectaculos

MUSICA › ELENA ROGER Y BRUNO GELBER OVACIONADOS EN EL FESTIVAL DE USHUAIA

Sonidos con el corazón mirando al sur

Con una programación ecléctica, la participación de solistas muy populares y la Orquesta de Bahía Blanca, el ciclo que desde hace diez años transforma a la ciudad austral durante 15 días culminó su primera semana.

› Por Diego Fischerman

Desde Ushuaia

Ushuaia es una ciudad situada en el extremo sur del sur más extremo. Ya se sabe: el fin del mundo. Se trata, por supuesto, de una marca. Y de un atractivo, desde ya. El acerado, casi hiriente, azul del mar entrando entre las montañas nevadas, el viento inclemente, el paisaje de aquel terrible presidio alrededor del cual creció la ciudad. Hoy es posible sacarse fotos entre esas paredes, poniendo la cara en un hueco sobre un uniforme a rayas. Puede comprarse, como souvenir, un fragmento del drama de los anarquistas a los que llevaban diariamente, encadenados, a cortar árboles. O de la sombra del Petiso Orejudo. Como el cordero patagónico, el chocolate o la centolla.

Aquí no hay nativos. Los selkinam fueron muriendo, corridos por el conquistador primero, y por la vida urbana y la pobreza después. Quienes habitan en la ciudad han llegado desde distintos lugares de la Argentina, tentados en algún momento por la promoción industrial alfonsinista, por los sobresueldos previstos por el Estado para los “territorios desfavorables”, o por el sueño de mejores perspectivas laborales. Y enarbolan el fueguismo como una religión. Los más antiguos acumulan en la isla dos generaciones, o a lo sumo tres. Pero con eso alcanza. Debe haber pocas poblaciones en todo el país con un sentimiento de pertenencia tan acentuado. Y la insularidad, palpable, real –en tiempos en que la comunicación al instante parece imprescindible, aquí una tormenta puede dejar a todos los celulares existentes sin señal alguna durante días–, potencia ese sentimiento.

Un festival de música en esta ciudad tiene, entonces, reglas propias. Es muy poco lo que llega. Los pasajes son caros. Las distancias a cualquier otro posible centro urbano son inmensas y hacen imposible cualquier gira medianamente racional. No hay orquestas locales (mal podría haberlas con una población tan pequeña). Apenas, y gracias al festival, están, además del propio efecto estimulante de los conciertos, los talleres y clases magistrales para niños, a cargo de los músicos que llegan a tocar hasta este borde del canal de Beagle. En ese contexto, estas dos semanas de conciertos tienen el valor de un acontecimiento. Los diez años de continuidad del festival, en todo caso, están lejos de ser un dato menor. Y la ovación emocionada que saludó la aparición de Bruno Gelber, caminando junto a un ayudante hasta el piano, acomodándose trabajosamente sobre la banqueta, cerrando sus ojos con la cabeza hacia el techo, esperando el momento en que empezaría la música, tenía que ver con eso. No se trataba de un simple concierto. Como tampoco se trata, en el caso de Gelber, de un simple pianista. Hay un personaje, cuidadosamente diseñado, que el pianista ha inventado, para sí y para los demás. Ese personaje incluye al pianista pero no es igual a él. Le suma una cierta vestimenta y un cierto maquillaje, que trasunta el culto a las divas del cine argentino de la década de 1940 y, en particular, a su admirada Laura Hidalgo, y un consciente refugio en el mundo ideal del niño junto a su madre pianista. Las manos casi infantiles con que Gelber interpreta el Concierto Nº 4 de Ludwig van Beethoven refuerzan esa ilusión.

El pianista tocó el sábado junto a la Orquesta Sinfónica Provincial de Bahía Blanca, con Jorge Uliarte, director artístico del festival, en el podio. Antes del concierto había sonado la Obertura “Coriolano”, también de Beethoven, y en la segunda parte fue el turno de la Sinfonía Nº 41, de Wolfgang Mozart. El auditorio del hotel Arakur, sede principal del festival, con una tecnología envidiable en cuanto al control permanente de la temperatura y la humedad dentro de la sala, y un sistema de paneles dispuestos cuidadosamente bajo el techo, logra una acústica de natural intimidad casi milagrosa para sus dimensiones, capaces de albergar, como en los conciertos de estos días, un público de más de ochocientas personas. Y tal vez la prueba de fuego haya sido el recital que Elena Roger brindó el viernes, cantando sin micrófono junto al pianista Carlos Britez, acompañante habitual e integrante de su grupo, con el que grabó su nuevo disco, Tiempo mariposa, mucho más cerca de la canción urbana (allí canta a autores como Lucio Mantel o Lisandro Aristimuño) que del género en el que se hizo famosa, y que presentó el día anterior en el gimnasio de la Asociación de Empleados Públicos de la ciudad, con el agregado de orquesta. En el auditorio del Arakur, en cambio, recorrió sus éxitos en la comedia musical. Con un exacto dominio del vibrato –y sus múltiples variables– mostró, en un trabajo casi filologista, sus recreaciones de Piaf y Mina. Se dio el lujo de abundar en el complejo mundo teatral y musical de Steven Sondheim, con varios fragmentos de Passion (basada en el film Pasión de amor, de Ettore Scola). Y dedicó un segmento especial, por supuesto, a Evita, de cuyo elenco londinense fue la protagonista durante más de un año. También en este caso el aplauso cerrado de un público de pie agradecía, además de la actuación en sí, el mero hecho de que hubiera sido posible.

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