MUSICA › COMENZó EL FESTIVAL DE MúSICA DE CARTAGENA DE INDIAS
El encuentro que se realiza cada año en la costeña ciudad colombiana arrancó con un concierto en el que el pianista Alexander Melnikov tocó junto a una de las mejores orquestas de cámara del mundo, la Mahler, con dirección del griego Teodor Currentzis.
› Por Diego Fischerman
Desde Cartagena de Indias
En una ciudad amurallada frente al Caribe, antiguo puerto de piratas y esclavistas, resuena otro mar. En la Cartagena profundamente mestiza vibran otros cruces. El tema que unifica o, en todo caso, organiza de manera muy libre este noveno Festival de Música de la ciudad que acaba de comenzar es el Meditarráneo. El inicio de mucho de lo que hoy se llama cultura. Y un ejemplo inmejorable de que no hay casi saber de Occidente que no se haya originado en Oriente. Pero la trama, como siempre, acaba siendo otra. Aquella que tejen aquellas mezclas de aquellos mares, esos sonidos de lo turco, lo griego, lo siciliano o lo andaluz, con estas de frutas pródigas, donde la danza y las gaitas cintilantes de la cumbia se adueñan de las calles.
Una de las figuras tutelares de Cartagena es una india, Catalina, que supuestamente hizo de traductora del primer conquistador, Pedro de Heredia. Poco importa, a esta altura, si se trató de una heroína o una villana. Resulta inútil el análisis de lo que podría haber sido. Interesa, en cambio, lo que fue: alguien que tenía el don de entender las palabras, de trasladarlas de una lengua a otra. Y un nuevo idioma, con tanto de uno como del otro –aunque no lo parezca (y es que un idioma es mucho más que sus palabras)– donde nada, desde la arepa de huevo hasta el vallenato, es absolutamente puro en su origen, pero todo acaba siendo puramente colombiano, y costeño, al final. Nada más parecido –ni más diferente– a aquel Mare Nostrum por donde cruzaban los barcos –y las canciones y los instrumentos– de un mundo al que poco costaba confundir con todo el mundo. Y pocos comienzos podrían hablar tanto y tan bien de este festival, y de la enriquecedora mezcla del Mediterráneo y el Caribe, como el que tuvo lugar en la mañana del martes en la iglesia María Auxiliadora, en una de las zonas más pobres de Cartagena. Allí tocaron tres grupos de características sumamente diferentes: el dúo del notable pianista de jazz Enrico Pieranunzi con el contrabajista Scott Colley, el trío del mandolinista israelí Avi Avital y el Ensemble Iónico del saxofonista Marco Zurzolo. Si algo unió el intimismo detallista de los primeros, que con Pieranunzi casi en papel de acompañante recorrió algunas canciones tradicionales de Italia, la explosión de los segundos y el histriónico desenfado de los terceros, fue la reverente atención del público.
“Estoy realmente conmovido”, decía a la noche Pieranunzi, mientras recordaba los niños que pedían sacarse fotos con él al final del concierto. Y tal vez la clave –o una de ellas– la haya dado Julia Salvi, de la Fundación Salvi y verdadera factótum del festival. “Sucede –decía– que aquí en Colombia, como en Venezuela, con el programa de Orquestas Juveniles, hoy el sector más instruido en música y más abierto a escuchar cosas nuevas es el más humilde.” En todo caso, fue cierto que una proporción considerable del “público fino”, que concurrió a la noche al concierto inaugural en el Teatro Adolfo Mejía, con largos vestidos y tacos altísimos las mujeres y relucientes guayaberas blancas los hombres, con sus celulares a todo trapo y sus conversaciones de viva voz, mostró mucho menos interés y, sobre todo, menos respeto. Y la música lo merecía. Un pianista extraordinario, Alexander Melnikov, y una de las mejores orquestas de cámara del mundo, la Mahler –que fundara Claudio Abbado–, con dirección del griego Teodor Currentzis, el mismo equipo que grabó para el sello francés Harmonia Mundi una celebradísima interpretación de los Conciertos para piano Nº 1 y Nº 2 de Dmitri Shostakovich.
Melinikov tocó, en la primera parte, cinco Preludios de Claude Debussy. Más allá del supuesto exotismo de sus títulos y referencias (“Las puertas del vino”, “Ondina”, “Las colinas de Anacapri”, “Bailarinas de Delphos”, “Fuegos artificiales”), de lo que se trata es de un viaje interior, despojado de cualquier pintoresquismo. Si hay una travesía, es por el mundo del sonido, y Melnikov, con un manejo ejemplar del color y los matices, construyó esos universos imaginarios con rara perfección. Después, junto a la orquesta, brilló en el Concierto Nº 5 de Camille Saint-Säens, compuesto en 1896 durante unas vacaciones en Luxor. Virtuoso y pleno de citas y escalas orientales, el equilibrio entre solista y orquesta, entretejiendo sus líneas más que compitiendo entre sí, fue ejemplar. Currentzis, una de las nuevas estrellas de la dirección orquestal –más de un purista podría acusar su llamativa gestualidad de frívola o caricaturesca– logró un delicado balance de las líneas internas, con un excelente trabajo sobre los planos sonoros. En el final se sumó a la orquesta la cantaora Marina Heredia para interpretar El amor brujo, de Manuel de Falla. Ballet español por antonomasia, aparecen allí los rasgos, sin embargo, de lo parisiense. Modelado en gran medida sobre el imaginario de los Ballet Rusos, de Serge Diaghilev –que obviamente funcionaron en París–, lo español obra allí como relato privilegiado de lo salvaje, o de lo salvajemente erótico. El puritano De Falla quizás haya sido el primer sorprendido ante la voluptuosidad de la música.
La india Catalina aporta, mientras tanto, un dato adicional desde el relieve sobre el escenario del teatro. La música, al fin y al cabo, vive en la traducción. El compositor traduce a ese inasible lenguaje sus ideas estéticas y sus sensaciones y los intérpretes lo traducen a sonidos reales y presentes. Y la escucha de cada uno, qué duda cabe, traduce –y mestiza, mezcla, entrelaza– a su vez aquello que está sonando.
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