MUSICA › HOY, EL “VIOLINISTO” Y CANTOR SANTIAGUEñO SIXTO PALAVECINO CUMPLIRíA CIEN AñOS
El músico, fallecido hace casi seis años, tornaba mágico su violín sachero, pero además fue un persistente defensor del quichua, un idioma tan ancestral como su rostro. Fue parte crucial de De Ushuaia a La Quiaca, de León Gieco.
› Por Cristian Vitale
“Don Sixto Palavecino
gato escondido de amor
cuando escucho tu violín
Santiago es como una flor...”
(“Don Sixto Palavecino”,
de León Gieco)
Si, como dijo alguna vez Víctor Heredia, Mercedes Sosa tenía el rostro de América, pues entonces don Sixto Doroteo Palavecino tenía el de una parte muy importante de ella: el del NOA argentino, el norte más sureño de Sudamérica. Su rostro, que tanto como su ser total cumpliría hoy cien años, podría ajustarse tranquilamente a tal edad biológica y a su vez expresar el rostro colectivo, atemporal, de una región humana ancestral. Un color marrón, el color de América, también. Un pelo duro, difícil de adiestrar incluso para él, que algo sabía del tema (además de cantor, poeta, lingüista y “violinisto”, era peluquero); unas cejas anchas, frondosas como pastizal; una mirada serena; y una piel curtida, rajada, como si se espejara en ella un mosaico tajeado por montes, chacareras, arideces y soles fuertes.
Claro, había nacido el 31 de marzo de 1915 en unas Barrancas que nada tenían que ver con las de Belgrano. Eran las de Salavina, pago emblemático de Santiago del Estero, que atraviesa el río Dulce de norte a sur, y que más que malvones, glicinas, bocinas y gentes rodando todo el tiempo, tiene quebrachos, montes y silencios. Don Sixto nació en ese entorno rodeado de curanderas, rezabailes, cabritos, ovejas y pájaros del monte. De embrujo y campo. Su lugar era así. Y su violín, tan mágico como el de Pinchevsky, pero misteriosamente salamanquero. Sachero, que le dicen. A veces dulce, a veces rústico, pero siempre impregnado de la savia del algarrobo. O, lo que es más, compañero leal de uno de sus mayores aportes a la cultura nacional: el de devolverle al quichua, un idioma tan ancestral como su rostro su dignidad ninguneada, y perseguida durante años de “concreciones republicanas”.
Porque el Gari, como le decían desde que cuidaba las majadas en las rústicas tareas camperas, no tenía reparos en defender el idioma de su gente, desde el lugar que le tocara. Desde temprano, diez, once años, enfrentando la negativa sistemática de una madre que no lo quería músico por nada del mundo; o soportando como un indio estoico los retos en la escuela por hablar como debía: en quichua. Desde ahí llegó este hombre planetario, como lo definió León Gieco, a recibir un premio Konex como uno de los más relevantes instrumentistas del folklore argentino, o a que figuras del tono de Peteco Carabajal, Alfredo Abalos, Elpidio Herrera, Jacinto Piedra y el mismo Gieco aceptaran su invitación para participar del nodal disco Por qué, por quién, reeditado hace un tiempo por Página/12.
También desde su conocimiento del terreno. Desde su lealtad a las raíces. Desde su comunicación sin intermediarios con los chañares o el champi. Desde su grupo primigenio y familiar (Sixto Palavecino y sus hijos), con el que grabó su disco debut para la RCA-Victor, cuando pocos santiagueños podían hacerlo. Desde todo esto hasta su tránsito solista, de trescientos temas compuestos en “overito”, el mix idiomático que el autodidacta Sixto proponía como una herramienta de hermandad entre culturas. No sólo a través de sus notables músicas, como la invencible “Ampisunaas Amorani” (Para curarte he venido), “Waqcha noqa” (“Pobre de mí”) o la chacarera doble que pasó la historia bajo el nombre de “Penqakus kawsajj karani” (“Avergonzado vivía”), sino también a través de la emblemática institución –luego programa radial– llamada El alero quichua, cuyo fin era el de recuperar y difundir tal idioma. Algo que, por cierto, cristalizó con absoluta claridad en “Qallareqkuna” (Los principios): “Quichua, lengua de mi tierra / hecha raíz en mi sangre / es la voz de mis ancestros / es mensaje de mi madre (...) Ocupando un lugar digno / cierto, sereno y altivo / es la sangre de este pueblo / de aquel indio, aquel nativo”.
Don Sixto fue también partícipe necesario de una de las obras culturales más importantes que haya dado la música popular argentina en toda su historia: De Ushuaia a La Quiaca. Más allá de haberle puesto el pecho y el violín a una parte sustancial del tríptico –luego disco cuádruple– del tándem Gieco-Santaolalla, le dio una entidad indudablemente telúrica. “Lo primero que hicimos en Santiago fue ir a ver a alguien que era fundamental para noso-tros, un ser humano impresionante, un tipo con una finura de espíritu total, que es don Sixto Palavecino”, evocó el ex Arco Iris, cuando hubo que hacer un libro con textos e imágenes para contar aquella patriada. También la contó Gieco, uno de sus mayores defensores: “Dos de los temas que grabamos con Sixto fueron ‘Dimensión de la amistad’ y ‘Canto del tero’. Lo hicimos en el monte de Atamisqui, una población chiquita que queda a 120 kilómetros de la capital de Santiago... Recuerdo que terminamos el día comiendo un asado al horno de barro y después Sixto me invitó a salir a caminar por Atamisqui, mientras me hablaba en quichua. Yo nunca entendí lo que decía, pero él se daba cuenta de que yo la estaba pasando bárbaro y que para mí era un placer y un honor estar caminando por esas calles con él hablándome así. Escucharlo era una sensación maravillosa”, escribió Gieco en el libro de De Ushuaia a la Quiaca.
El mismo Sixto se refirió a una experiencia en cierto sentido parteaguas para su vida. Era 1984 y dijo: “Este es un trabajo muy bueno, muy grande, porque con esto que ustedes hacen vamos a unirnos más los argentinos y los americanos (...) porque han andado por todo el país, por todos los rincones, recogiendo la música que hace gente que nadie conoce (...) Es una obra muy grande la que hacen ustedes y eso quedará para la historia”, refirió el entrañable salavinero de Barrancas, que también se mandó una patriada por el estilo: traducir el Martín Fierro de José Hernández al idioma de sus amores. Una ardua tarea que le llevó ocho años, que tuvo una primera edición en 1990 y una más completa, respetando fielmente la métrica y la rima de los 7210 versos originales, en 2007.
Dos años después, el corazón de don Sixto empezó a apagarse. Le habían puesto un stent, pero era poco para un corazón tan abierto. Muy abierto, como le hiciera justicia el mismo Gieco en la canción citada al principio. Murió cuando acababa de cumplir 94 años. Había dejado la costumbre de tocar el violín, pero jamás la de sonreír. “Sin lugar a dudas, la chacarera adquirió con Palavecino el sonido del violín sachero y la semántica primigenia de la selva santiagueña (...) Fue el impulsor de una revolución cultural en la chacarera, al cantarla en su idioma nativo”, escribió un conocedor del tema, Bebe Ponti, en su libro Historia viva de la chacarera santiagueña, incorporando naturalmente a don Sixto en su universo de coplas, selvas, chacareras y hablas ancestrales.
Curiosamente, hoy no hay homenajes para recordar a don Sixto. Pero no se lo olvida.
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