MUSICA › GRAN INTERPRETACIóN DE PIERRE-LAURENT AIMARD DE LAS OBRAS PARA PIANO DE GYöRGY LIGETI
La ovación de pie del público que colmó el teatro casi fue poco. No había aplauso ni silbido, ni “bravo” capaz de expresar lo que allí había sucedido. Sencillamente, uno de los grandes conciertos de la historia del Colón.
› Por Diego Fischerman
PIERRE-LAURENT AIMARD
Obras de György Ligeti
Ciclo Colón Contemporáneo
Teatro Colón. Domingo 3.
Desorden. Ese es el título del primero de los Estudios que el húngaro György Ligeti escribió para el piano. Para el mito fundante de la antigua Grecia, el Caos no era otra cosa que lo preexistente. Etimológicamente una abertura; ni más ni menos que los materiales del cosmos. Para el compositor, es una suerte de estado posterior. En ambos casos, no hay allí nada de la “confusión” que más adelante se le confirió al término. Este caos es el de una controladísima, paralizantemente exacta polifonía. Las voces son (parecen) independientes. Pero ese caos hipnotizante, magnético, es ni más ni menos que otro de los aspectos del cosmos.
Ligeti formó parte de las vanguardias musicales de los ’60 en adelante. Aprendió allí, y en el laboratorio electrónico de Colonia (donde también estuvieron Mauricio Kagel y Karlheinz Stockhausen) todo lo que había por aprender. Lo utilizó. Creó música para instrumentos que jamás hubiera podido pensarse sin la experiencia de la electrónica. Llegó al tiempo liso y a la ausencia total de pulsación. Y fue más allá. Entre 1961 y 1972 creó algunas de las composiciones más importantes de su época: Atmósferas, Concierto de cámara, el Doble Concierto. Obras donde todo se movía permanentemente para crear la sensación de la inmovilidad. Y nuevamente juntó los elementos y volvió a crear su propio (micro) cosmos.
El nuevo camino se había insinuado en su Trío para corno, cello y piano, de 1982, y, antes, en dos obras breves para clave escritas en 1978, Hungarian Rock y Passaccaglia Ungherese (donde utiliza el viejo movimiento melódico de la Chacona o Passacaglia, que se tornaría recurrente en su última obra y que ya Girolamo Frescobaldi había tomado como material para una composición de tesis: sus Cento partite sopra passacagli publicadas en 1637). En 1985, un primer libro con seis Estudios para piano releía la tradición del género, en particular como había sido concebido por Fréderic Chopin y por Claude Debussy. Pero, sobre todo, releía una idea de modernidad. Si para el mundo de posguerra el ritmo evidente, la pulsación presente, se había convertido en mala palabra por la vía de una asociación bastante pedestre entre ritmo, primitivismo y fascismo, con los Estudios de Ligeti aquello que había estado en juego en la última revolución canonizada por el siglo XX, más de medio siglo atrás, con de La consagración de la primavera, volvía al centro de la escena.
Por supuesto, no se trataba sólo de eso. Estaba la micropolifonía. También esa manera de procesar, sin citas pintoresquistas, la música del Africa Central, los gamelanes de Bali, la obra para pianola del genial Conlon Nancarroe y la de pianistas de jazz como Fats Waller y Art Tatum y, más cerca, Thelonious Monk y Bill Evans. Y una traducción verosímil al mundo sonoro de dos universos que atrajeron poderosamente al compositor: los laberintos borgeanos y las perspectivas imposibles de Mauritz Escher. Eso y, tal vez, una conciencia que mucho tenía que ver con la era del disco. La de que sus Estudios serían leídos como Obra. Que más allá de que pudieran, obviamente, elegirse sólo algunos de ellos, había un destino para ese conjunto que Bach jamás podría haber imaginado para su Clave bien temperado o para El arte de la fuga, y que estaba totalmente alejado de las maneras de circulación de la música en los tiempos de Chopin o Debussy. Una lectura en que cada uno de los Estudios podía ser tomado como intertexto de cada uno de los otros.
De una extraordinaria demanda técnica, son pocos los pianistas que pueden tocarlos de esa manera. Que no sólo están capacitados para abordarlos a todos sino para hacerlo con una cierta idea narrativa. Con la concentración sobrehumana que implica abordar ese cosmos autosuficiente y cargado de energías infinitas. Y, posiblemente sólo haya uno, Pierre-Laurent Aimard, capaz de lograrlo con la perfección, el poder de comunicación, la intensidad y la infinita sutileza con que el conjunto de los 18 Estudios, repartidos en tres libros completados a lo largo de dieciséis años, fue presentado en la apertura del ciclo Colón Contemporáneo de este año. Aimard comenzó su recital con una de las primeras obras importantes de Ligeti, su Musica ricercata, completada en 1953. Si allí aparece la idea del ritmo como motor (la primera pieza, con una sola nota, es, de alguna manera, sólo ritmo) y el homenaje explícito a Béla Bartók, hay también, y ya desde el título, una referencia a Frecobaldi y los maestros del teclado del final del Renacimiento, para quienes el Ricercare fue una de las formas privilegiadas. Su interpretación fue deslumbrante y, casi sin pausa, encaró el Primer libro de los Estudios. Luego de un intervalo en que seguía resonando esa música, llegaron el Tercer libro y el Segundo, en ese orden. El final del último de esos estudios, “Columna infinita”, con la percusión desbocada de los agudos finales, quitó el aliento. La ovación de pie del público que colmó el teatro, casi fue poco. No había aplauso ni silbido, ni “bravo” capaz de expresar lo que allí había sucedido. Sencillamente, uno de los grandes conciertos de la historia del Colón.
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