MUSICA › BELLE AND SEBASTIAN
› Por María Zentner
“Este es un show de Belle and Sebastian. Pueden hacer lo que quieran.” Así le habló Stuart Murdoch a la platea, de pie frente al escenario. El del cantante fue un permiso retórico –una aclaración innecesaria–, cuando advirtió que los asistentes, al menos los de las primeras filas, no volverían a sentarse. El público había decidido: ahí se bailaba. Las butacas... bueno. El beneficio de escuchar a una banda en la comodidad de un teatro muchas veces resulta contradictorio con la obligatoriedad de hacerlo sentado. ¿Cómo resistir el impulso de mover algo más que la patita? La consigna fue clara: no se resiste. Y se baila. Sí, señor.
La palabra que mejor define al recital que Belle and Sebastian dio el martes en el Gran Rex es “intimidad”. Una intimidad de viejos desconocidos, que se expandió por todo el teatro no sólo por la calidez del sonido de la banda, sino por la relación que Murdoch estableció con el público. Con una puesta más bien sobria, se trató de un show que se desarrolló sobre una base de bellas canciones, bien interpretadas, con un buen sonido y la voluntad de pasar un buen rato. ¿Qué más se puede pedir? Mucho se dijo sobre el giro sonoro que pegaron en su último disco, Girls in Peacetime Wants to Dance, en el que los sintetizadores y las bases de batería aparecen en un planteo bastante más electrónico –y bailable, que es lo que quieren las chicas, al parecer– que lo habitual. Sin embargo, “Nobody’s Empire”, “I’m a Cuckoo” y “The Party Line” abrieron el setlist de los de Glasgow, y demostraron que su pasado y su presente se llevan de maravillas.
La velada transcurrió en ese ambiente como de living de una casa. Con un sonido elegante y sobrio, la voz de Murdoch se escuchaba claramente, pero también cada instrumento, cada entrada del cello, los arreglos vocales. Esa armonía despojada sobrevoló la hora y media que duró el encuentro, con la contundencia que tienen las cosas simples. Llegó “We Rule The School” (de Tigermilk) y el Gran Rex entero experimentó una momentánea vuelta atrás en el tiempo. Como si de una mamushka de intimidad se tratara, de repente se percibía cómo cada una de las personas allí presentes podía verse casi veinte años atrás, escuchando esa canción por primera vez. Pero no hubo demasiado lugar para la melancolía. A pesar de que la banda toca lugares del recuerdo y de la emotividad, la atmósfera que se respiraba y se percibía era más bien la de una reunión de amigos: de jóvenes-adultos que eran jóvenes-jóvenes en los 90. Faltaron los tragos de colores servidos en vasos que son frascos, pero más o menos así fue el entorno: muchas personas reunidas por la música, disfrutando respetuosamente de ese encuentro del presente con el pasado.
“¿Qué hicieron en estos cinco años? ¿Alguno se casó? ¿Tuvo hijos? ¿Alguno consiguió el trabajo de sus sueños?”, preguntó Murdoch a propósito del tiempo transcurrido desde la última visita del grupo, en 2010. El cantante conversó con la platea sin sentir la necesidad de colgarse ninguna bandera en la espalda ni asegurar que el argentino es el mejor público del mundo. Contó historias y hasta improvisó a capella algunas estrofas de “Girls Just Want to Have Fun” (de Cindy Lauper). “Hay miles de personas acá, pero yo siento que hoy tuvimos una conexión”, aseguró. Y nadie se atrevió a contradecirlo.
Llegó “Another Sunny Day” y, a partir de ese momento, la reunión de amigos devino en fiesta. Llegó “The Boy With The Arab Strap” y el escenario se pobló de chicas y chicos del público que subieron a bailar y allí permanecieron durante “Legal Man”. Con “The State I’m In”, los Belle and Sebastian se despidieron, antes de volver para los bises. “Para este tema, es necesaria una voz femenina más potente. Veremos cómo sale”, se excusó el frontman antes de arrancar con “Lazy Line Painter Jane”, originalmente grabada con la cantante Monica Queen. Y entonces llegó “Get Me Away From Here, I’m Dying”: esa despedida amable, atenta y ajustada. Y el final. El final de ese intenso recorrido por canciones viejas y nuevas con el que Belle and Sebastian dejó claro que veinte años no es nada y que es posible mantener el estilo y la ternura a pesar del paso del tiempo.
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