MUSICA › TOMáS GUBITSCH PRESENTA TRES FACETAS DE SU CARRERA EN TRES CONCIERTOS DIFERENTES
El guitarrista que hace cuarenta años dejó una marca, junto a Spinetta y Piazzolla, vuelve para inaugurar el ciclo “Artistas en residencia” de la Usina. Actuará con la Sinfónica Nacional y con un verdadero supergrupo.
Itaca. La tierra prometida. O, tal vez, simplemente, la tierra que no puede dejar de extrañarse. Odiseo, por supuesto. Pero también Konstantinos Kavafis. Y Tomás Gubitsch, que invocó ese nombre mágico en un espectáculo realizado en el Théatre de la Ville, en París, y en un álbum. “Pensaba –piensa en voz alta– que mi vida estaba dividida en dos. Que mi pasado y mi presente nada tenían que ver uno con el otro. Pensaba en el exilio. O en los exilios. Y reparé en que ninguna vida puede ser dos a un tiempo. Era una sola. Así había sido, con mis años de formación en Buenos Aires, con mis primeras músicas en esta ciudad y luego, no como una ruptura pero, desde ya, incluyendo la ruptura, mi carrera en Francia”.
Itaca era, para Gubitsch, una especie de autobiografía. El periplo –la Odisea– que comienza este viernes y, a través de tres conciertos, inaugura el ciclo “Artistas en residencia” de la Usina del Arte, de alguna manera completa ese relato y, claro, lo hace en la ciudad de la que partió, hace 39 años, como guitarrista de Astor Piazzolla. Había dejado detrás, en aquel entonces, una leyenda. Apenas unas pocas intervenciones en poco más de un año fulminante. Primero, Generación 0, el grupo donde Rodolfo Mederos filtraba la fila de bandoneones de una orquesta típica por los vientos del rock progresivo. Después Invisible y el que posiblemente sea uno de los grandes discos de la historia, El jardín de los presentes, y la que con seguridad fue una de sus actuaciones inolvidables (con arreos policiales a la salida incluidos): el recital del grupo en el Luna Park, en diciembre de 1976. Y finalmente la segunda versión del Octeto electrónico, que Piazzolla armó desde París para realizar una serie de actuaciones que tendría al Olympia de París como uno de sus mojones (el disco, nunca antes editado en CD, acaba de ser publicado por Universal como parte del cuarto volumen de su edición de las grabaciones del bandoneonista para Philips y Polydor). Gubitsch tenía menos de veinte años, la representación diplomática en Francia de la dictadura argentina retuvo su documento y él ya no volvería.
“La pregunta sobre la identidad tiene que ver con la distancia”, dice. “Nadie duda acerca de quién es cuando está en su propia casa. El tango, o ciertas resonancias del tango, aparecen para mí de esta manera. Y más como preguntas que como respuestas”. El mundo expresivo de Gubitsch ha proliferado. Recibe encargos de orquestas, ha escrito para conformaciones instrumentales sumamente variadas, ha compuesto música para filmes y para teatro, ha creado para otros y, también, para él mismo y los grupos –tríos, cuartetos, quintetos– que, a la manera de aquellas primeras experiencias fundantes, nunca dejó de sostener como si se tratara de un pie en la tierra firme de la música popular, esa en la que, en gran medida, la composición y la interpretación y, sobre todo, lo individual y lo colectivo, se funden. Y hay algo en ese universo expandido, imprevisible, que sin embargo se conserva intacto. El estilo explosivo del guitarrista sigue siendo el de aquel adolescente atrevido que cambió los parámetros técnicos –y lo esperable– en el rock de los 70. Y, aun cuando en su música suenen bandoneones y los europeos escuchen allí al tango, las estructuras, los cambios sorpresivos, los tiempos exhilarantes, la apertura en la manera de pensar el sonido, siguen remitiendo a aquel viejo y buen rock progresivo.
El viaje de tres días propuesto por la Usina (Caffarena y Pedro de Mendoza, en La Boca, un barrio que acarrea viajes y distancias en su propia historia) plantea tres estaciones. El viernes 14, a las 20, actuará junto a la Sinfónica Nacional y mostrará parte de su obra orquestal. El sábado 15, a las 19, mostrará su faceta de arreglador en un repertorio caro a su autobiografía, el swingin’ London de finales de los ‘60. Y el domingo 16, en ese mismo horario, presentará su producción solista y en pequeños grupos. Habrá allí, también, otra herencia del rock histórico: un supergrupo. Junto a Gubitsch tocarán los pianistas Ernesto Jodos y Diego Schissi, el contrabajista Juan Pablo Navarro, el guitarrista Carlos Casazza y dos músicos que utilizan la electrónica en sus producciones, el deejay Jean Dindinaud (“lo más alejado a un deejay que pueda imaginarse”, afirma Gubitsch) y el percusionista Martín Bruhn.
“La cuestión de las tradiciones y de los géneros no es sólo algo que tiene que ver con los encasillamientos del mercado”, define Gubitsch, alguien que, por cierto, no entra fácilmente en ninguno de esos compartimentos o, lo que es aún más complejo, puede pasearse con comodidad por varios de ellos al mismo tiempo. “Un compositor ‘contemporáneo’ y un músico que proviene de alguna tradición popular no trabajan de la misma manera, no piensan igual a sus materiales pero, en la actualidad, es muy posible que hayan escuchado las mismas músicas y hayan recibido enseñanzas similares. Uno podría pensar que Louis Armstrong e Igor Stravinsky sabían cosas diferentes. Hoy, en cambio, tal vez supieran lo mismo aunque eligieran usarlo de manera distinta. En todo caso, esa el ventaja de nuestra época y sería absurdo no tratar de aprovecharla. Hace unos años, escuché el estreno de Répons, de Pierre Boulez. El pertenecía a otra generación, en que los distintos campos musicales estaban muy separados entre sí. Y cuando escuchaba esa obra, y en particular su uso de la electrónica, pensaba: ‘cuánto bien le hubiera hecho a Boulez escuchar a Pink Floyd’. Era una electrónica ingenua, mucho menos osada, mucho menos desafiante y mucho menos interesante que la del rock”.
En su reivindicación del rock, y en particular de ese momento efervescente al que homenajeará en su concierto del sábado, del que fueron parte los Beatles, los Rolling Stones, The Kinks y el Spencer Davis Group, entre muchos otros, Gubitsch reconoce “además de una música muy buena y de algunas canciones extraordinaria, una manera de escuchar, que es en la que yo y muchos de mi generación nos formamos. La primera vez que escuché a Hendrix me pasaron dos cosas a la vez. Por un lado era una música que no entendía, que hasta podría decir que no me gustaba. Y al mismo tiempo tenía la certeza absoluta de que estaba escuchando algo importante, imprescindible. Y que lo iba a volver a escuchar tantas veces como fuera necesario para llegar a que me gustara. Era una forma de relacionarse con el arte donde primaban la curiosidad y el gusto por la sorpresa y por el desafío más incluso que el propio gusto, que sabíamos que iría cambiando. Esperábamos y festejábamos lo nuevo, aunque no nos gustara, y aprendíamos a escuchar aquello que nunca habíamos escuchado antes. Era una forma menos egoísta, menos prepotente, de relacionarse con lo que oíamos. El arte era más importante que nosotros.”
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