Jue 19.10.2006
espectaculos

MUSICA › LA VERSION ORIGINAL DE “BORIS GODUNOV”, EN EL TEATRO COLON

Una interpretación magistral

La ópera de Mussorgsky, todo un desafío, contó con un gran protagonista, muy buen elenco y una dirección musical ejemplar.

› Por Diego Fischerman

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BORIS GODUNOV

Opera con texto y música de Modest Mussorgsky, según la tragedia homónima de Alexandr Pushkin y la Historia del imperio ruso de Nikolai Karamzin Versión Original de 1874.

Dirección musical: Stefan Lano

Puesta en escena: Mario Pontiggia

Escenografía: Diego Siliano

Vestuario: Daniela Taiana

Iluminación: Rubén Conde

Dirección del coro: Salvatore Caputo

Dirección del coro de niños: Valdo Sciammarella

Coreografía: Carlos Trunsky Orquesta Estable, Coro Estable y Coro de Niños del Teatro Colón

Elenco: Anatoly Kotcherga, Feodor Kuznetsov, Enrique Folger, Gabriel Renaud, Cecilia Díaz, Ariel Cazes, Luis Gaeta, Osvaldo Peroni, Alejandra Malvino, Ana Laura Menéndez, Elisabeth Canis, Carlos Bengolea, Omar Carrión, Graciela Alperyn, Juan Barrile y Alejandro Sewrjugin. Solistas del coro y bailarines.

Lugar: Teatro Colón. Martes 17 de octubre.

Nuevas funciones: Viernes 20, sábado 21, domingo 22, martes 24, miércoles 25, jueves 26 y sábado 28.

Faltaba, todavía, para que el primitivismo fuera considerado moderno. Tal vez fue por eso que Boris Godunov, una de las obras más geniales de la historia, fue rechazada por los Teatros Imperiales de San Petersburgo y que, aún después de las correcciones que posibilitaron el estreno, fue modificada y reorquestada por Nikolai Rimsky-Korsakov. Milan Kundera, en Los testamentos traicionados, se refiere a los casos de Janacek y Stravinsky, en los que fueron sus propios exégetas los que fueron infieles a las obras admiradas para adecuarlas a ciertas normas de época. El aporte de Rimsky-Korsakov se inscribe en esa línea. Su brillante versión de la ópera es la que hasta ahora se había visto en Buenos Aires. El estreno en el Teatro Colón de la versión estrenada por el autor, en 1974, permite calibrar hasta dónde ese brillo no fue otra cosa que una traición.

La ópera de Mussorgsky, más allá de su argumento absolutamente shakespeareano, es una obra maestra precisamente por eso que, desde cierta perspectiva, no podía ser entendido como otra cosa que como errores. Y es que si hay una cierta idea de economía de medios detrás de la tradición clásico-romántica según la cual si una voz debe moverse se aprovecha cuando las otras están quietas y si una de ellas sube es de buen gusto que otras bajen, las fuentes de Mu-ssorgsky vienen en línea directa del canto bizantino mucho más que de Beethoven. En esta ópera hay grandes movimientos de voces en paralelo, casi todo es homofónico y no resulta difícil imaginarse cuánto de todo eso ofendió a sus propios colegas. En otros nacionalistas, más superficiales, la referencia al folklore se manifiesta en el uso de ciertas escalas y ciertos ritmos. En el caso de Mussorgsky, esa tradición popular aparece, más bien, en un lugar profundo y alejado de cualquier clase de pintoresquismo, en un lugar que anticipa Las bodas de Stravinsky: el de su propia construcción.

Las dificultades para representar esta ópera son innumerables, empezando por su cantidad de personajes y, sin ir más lejos, por el idioma. Son muy pocos los teatros en el mundo que pueden montarla convincentemente, aun contratando un elenco entero de especialistas rusos. En ese contexto, que el Colón, como señal de largada para el último tramo de reformas –o de despedida antes de su cierre durante un año, que es lo mismo–, haya puesto en escena una versión musicalmente ejemplar, en la que apenas revistan dos cantantes extranjeros es, simplemente, una prueba de poderío y de salud. El rendimiento de sus tres coros y de la orquesta, la conducción de Stefan Lano, precisa y expresiva y tan detallista como atenta a la narración dramática, y la seguridad y calidad de un elenco excepcional podrían entenderse como la consecuencia del mero azar. Desde ya, no lo son. En muy pocos momentos de su historia reciente el Colón hubiera estado en condiciones de realizar algo similar. Y de no gastar fortunas para lograrlo.

La puesta de Pontiggia que decide mirar la obra desde el costado más íntimo y menos de postal, junto a la escenografía de Diego Sciliano, que apenas evoca la sombra de una cúpula y el diseño de mosaicos bizantinos, se centra en acciones casi permanentes de los integrantes de los grandes grupos –las masas, parte esencial de Boris Godunov, aquí están compuestas por individuos–, contrastadas con un seguimiento cinematográfico de los personajes principales y, en particular, del derrumbe del descomunal Boris construido por Anatoly Kotcherga. El vestuario de Daniela Taiana y la excelente iluminación de Robén Conde son fundamentales en el clima de la puesta. Parte de la lejanía con el folklorismo explícito, por otra parte, se pone de manifiesto en el tercer acto, donde la polonesa, con coreografía de Carlos Trunsky, se desprende de cualquier referencia a esa danza. Un desprendimiento que, como no podía ser de otra manera, fue abucheado al final del acto por las conspicuas barras bravas de la lírica, que, aunque con menor brío, también entonaron sus anticuados “buu” en contra del régisseur, al terminar la ópera. Además del antológico trabajo de Kotcherga, Cecilia Díaz brilló como Marina, Mijail Kit fue un magnífico Pimen, Alejandra Malvino compuso un notable zarevich y Ana Laura Menéndez representó el breve papel de su hermana con bello timbre y fraseo exacto. Carlos Bengolea como el Duque Vasili, Omar Carrión como Andrei Shelkalov, Enrique Folger en el papel del falso Dimitri, Lucas Devebec Mayer como el agente secreto de los jesuitas y Osvaldo Peroni, como el idiota que cierra la ópera lamentándose por el destino de Rusia, completaron un equipo protagónico sin fisuras.

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