Dom 25.03.2007
espectaculos

MUSICA › EMPEZO CON “WOZZECK” LA TEMPORADA DEL COLON

Como en el teatro

La ópera de Berg subió a escena en una puesta musicalmente impecable y con un elenco excepcional, que acentúa la marginalidad de los personajes.

› Por Diego Fischerman

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WOZZECK

Opera de Alban Berg, basada en el drama Woyzeck, de Georg Büchner.

Director musical: Stefan Lano. Puesta en escena: Marcelo Lombardero. Escenografía: Diego Siliano. Vestuario: Luciana Gutman. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Director del Coro Estable: Salvatore Caputo. Director del Coro de Niños: Valdo Sciammarella. Orquesta Estable, Coro Estable y Coro de Niños del Teatro Colón. Elenco: Hernán Iturralde, Adriana Mastrángelo, Carlos Bengolea, Gabriel Renaud, Gustavo Gibert, Eduardo Ayas, Nahuel Di Pierro, Sebastián Sorarrain, Gabriel Centeno, Vera Cirkovic, Marcos Padilla, Tomás Nahuel Benítez. Temporada lírica del Teatro Colón. Teatro Coliseo. Viernes 23. Nuevas funciones: hoy (a las 17); martes 27, jueves 29 y sábado 31 (a las 20.30).

La ópera fue, en sus comienzos, un género teatral. El culto a los cantantes, la endeblez de los libretos y su facilidad para pasar de moda y, ya en el siglo XX, la aparición del disco y la radio la fueron convirtiendo en una especie musical. Nadie sabe muy bien por qué la ópera sigue existiendo. Es decir, por qué sigue resultando atractivo que alguien cante mientras ama, mientras come o mientras muere. Y por qué el género sigue siendo un desafío para los compositores. Pero lo cierto es que funciona. Y, sobre todo, cuando se restablece aquella vieja unidad dramático-musical que en el Renacimiento habían imaginado heredada de los griegos, el prodigio es inigualable. Wozzeck, estrenada en 1925, es uno de los mejores ejemplos posibles de esa unidad. Y, en particular, en una versión como la que el Colón acaba de poner en escena en el Teatro Coliseo, donde música y drama se entrelazan y otorgan significado mutuamente hasta el punto en que una no puede distinguirse del otro.

El libro de esta ópera, basado en el Woyzeck de Büchner (la diferencia de nombres entre ambos se origina en un error de la edición original, que fue rectificado después de que Berg hubiera compuesto esta obra), es complejo. Un hombre mata a su mujer. Eso parece ser todo, pero Büchner –primero– y Berg –después– intentaron bucear en sus motivos y en su transformación en asesino. Las humillaciones sucesivas –el trato del Capitán, los experimentos de un doctor protonazi, la infidelidad de su mujer y el desprecio del hombre que se ha acostado con ella– aparecen como causa pero, a partir de allí, se abren dos caminos posibles. Uno, el clásico, es el que encuentra la explicación en el tránsito a la locura. Otro, el elegido por Marcelo Lombardero, es el de la marginación social como un universo que crea sus propias reglas. En este Wozzeck, el protagonista no es un loco sino alguien que, en ese lugar y en esas circunstancias, sólo podía terminar haciendo lo que hace. Las imágenes de ese margen –puesto en escena por el contraste con el centro, la ciudad vista a lo lejos– juegan, en este caso, un papel esencial. Nada hay aquí de la típica operación de puestistas en escena para aggiornar libretos anacrónicos. No se trata de un maquillaje (al revés, pero maquillaje al fin) sino de una ubicación que no sólo no fractura el libro original sino que aporta sobre él una mirada reveladora.

El trabajo de Lombardero y del escenógrafo Diego Siliano (proyecciones de imágenes creadas a partir de tomas fotográficas y, en el final, una película tomada en una villa) encuentra un correlato exacto en la precisa iluminación de José Luis Fiorruccio y en el vestuario de Luciana Gutman. Allí se crea una suerte de realismo imaginario a partir de pequeños desplazamientos de elementos –todo parece muy real, pero no se refiere a ninguna realidad concreta– que da una vuelta de tuerca fundamental al enfoque de la puesta. Pero si esta versión de una de las obras maestras del siglo XX funciona –y no es un hecho menor que lo haga fuera del Colón, casi como un teatro en gira– es, también, por el fenomenal trabajo de Stefan Lano y la Orquesta Estable, consiguiendo claridad en los planos y fluidez en el relato (y, de paso, que un vals sea un vals y una polca una polca, más allá del atonalismo) y por un elenco excepcional. En especial la pareja protagónica –conformada por una Adriana Mastrángelo, tan impecable técnicamente como conmovedora en su composición de Marie, y un Hernán Iturralde, que unió a su bellísimo timbre un fraseo exquisito y un compromiso escénico notable–, que estuvo entre las mejores imaginables.

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