MUSICA › ENTREVISTA CON KAMARUKO
“Buscamos el lado primitivo y animal”
El grupo vocal y percusivo explica su conexión musical con la naturaleza.
Cuenta Fabián Tejada que cuando su tío Armando –Tejada Gómez– lo cobijó en su casa de Guernica, el choque generacional fue fuerte. El sobrino tenía 20 años, se acostaba tardísimo, escuchaba Led Zeppelin y Pappo’s Blues e imitaba a Ritchie Blackmore trocando escobas por guitarras, mientras su tío no entraba en razones: “No puede ser que no puedas levantarte a las seis de la mañana”, evoca Fabián. Pero había ciertos momentos de armonía. “Escuchábamos a Hermeto Pascoal, por lo menos coincidíamos en algo –rescata–, él tenía un concepto de laburo muy grosso y su vida había sido tremenda: jamás fue a la escuela, se crió en una villa de cartón, laburó en cosechas y de 22 hermanos se le murieron 9 por desnutrición. En cambio, yo era un pendejo hincha bolas. Estaba en plena rebeldía, pero después lo entendí.” A los 40 años, Tejada sobrino algo entendió: ya tiene una carrera armadita y no olvida la máxima que Armando le instaló en charlas. “El decía que folklore es lo que uno vive, no necesariamente tiene que ser la chacarera o la zamba. Folklore son las costumbres de vida. Lo que pasa es que si le pongo folklore a lo mío, todo el mundo va a salir a decir ‘¿qué hacés’? Pero si vamos al concepto sociocultural de la palabra, nosotros hacemos folklore.”
Rebuscada manera de presentar el proyecto de percusión y voces que aquel rebelde rocker devenido vegetariano timonea desde 1998, llamado Kamaruko. Nacido en Mendoza y criado en Viedma, Tejada porta un background que lo fue depositando de a poco en la particular manera de abordar el género. De personaje inquietísimo en tierra mapuche –hizo música de fusión con el grupo Trip, participó del espectáculo multimedia Loca de la legua; tocó música experimental con Indigo y enseñó a centenares de alumnos las bondades rítmicas de la percusión–, pasó a pisar firme en suelo porteño participando de proyectos con Fernando Kabusacki, Miguel Botafogo, Luis Salinas y el inglés George Haslam. O tocando como sesionista en grupos de cumbia “porque había que comer”. Pero su norte fue otro. “Existe una idea equivocada en Argentina –arriesga–, un percusionista no tiene por qué ser siempre sesionista: también puede generar sus propios proyectos. Yo viví tres años entre las montañas conviviendo con la naturaleza y traté de recrear esas vivencias con un pintor.” Aquel exótico espectáculo al que Tejada refiere se llamó Viaje al sol y tiene un evidente vínculo con Kamaruko. En las montañas es donde el pueblo mapuche se junta todos los años para activar esa ceremonia cuyo sustrato es fortalecer el newen, el rakiduam, el kimun, el gulam y el admogen (fuerza, pensamiento, ser, saber, consejos y esencia de vida). “El nombre del grupo tiene que ver con mi contacto con los mapuches, pero esto no quiere decir que salgamos a tocar con una vincha. Es un homenaje a la tierra que amo y tal vez sirva para generar interrogantes sobre los pueblos aborígenes.”
Con Santana, Vakti y Domingo Cura como musas, Kamaruko nació hace siete años, cuando Fabián –por entonces integrante de la Orquesta Amarilla– aglomeró varios alumnos para formar una batucada y presentarla en un festival de percusión. “Como salió linda, decidí armar un proyecto más serio”, apunta. En 2000, el grupo grabó su disco debut –Ora natural– y luego sufrió un par de transformaciones, hasta llegar a la flamante segunda placa, llamada Gente de la tierra –la presentan hoy a las 20 horas en El Club del Vino, Cabrera 4737–, en la que priman cantos rituales, étnicos y envolventes, por sobre la potencia de los tambores. “Cuando me integré a la banda, era una especie de tuco con picante, un caldo impresionante –describe Luciano Larocca, otro integrante–, pero de pronto Karin –Fortugno, coreógrafa y ducha en cantos prehispánicos– empezó a cantar sobre esa cosa que ardía y hubo que bajar los decibeles para negociar con ella. Ahora, las canciones son más simples; ya no hay solos, ni tanta parafernalia. Nos costó desacelerar los tambores, pero lo logramos”. El rebrote climático, mezclado con mantras intimistas, trances sosegados, casi tribales, asoma en composiciones de Gente de la tierra (El fuego interior, o Fill mapu, un poema musicalizado del cacique Abel Curruinca) y el detalle que la anuda como obra conceptual se desprende de las palabras de Karin: “Nuestras canciones nos ayudan a recordar cosas de cuando éramos chicos. Redescubrimos el asombro con sonidos que imitan a los de los animales. Volvemos a estar en ese estado de niño que se sorprende con lo que escucha y, a veces, le pasa lo mismo a la gente. Se nota en sus caras. Lo nuestro es acordarnos del aspecto más primitivo de la música, de su lado más animal”. “Es una búsqueda premeditada –agrega Luciano–, porque el sentido de lo primitivo es entregarse a lo que sale de lo más profundo de uno. Si vos no intelectualizás la salida creativa, te sale esto, y si lo seguís amasando queda una cosa, que tal vez suene rara; no hay que temerle a lo que sale de uno, a lo natural”.
Para Tejada hay dos ideas fundamentales que rigen la vida del grupo: una es la de buscarle una personalidad autóctona al movimiento de percusión en Argentina. (“La idea no es imitar sino componer cosas propias. Tratamos de que no haya distancia entre lo que vivimos y lo que tocamos: un senegalés o un cubano son regrossos porque tocan lo que viven, no se distancian del contexto”, sostiene); y otra, seguir el ejemplo de su tío. “El de perseverar en una idea, dotado de un espíritu de libertad.” Los recitales de este inaudito quinteto son un viaje de ida. Veinte instrumentos van fluyendo, intercalados, junto a la voz de Karin, y la gente –dicen– se deja llevar. “Son un ritual. Si logramos abstraer a la gente de la historia y de su historia, se logran estados meditativos profundos. Si conseguís vibrar energéticamente con el público, se produce lo que más buscamos: bailar”, concluye Luciano.