MUSICA › ALBERTO CORTEZ SE PRESENTA ESTA NOCHE EN EL LUNA PARK
“Es una pequeña revancha”
Cantó una sola vez antes allí, en 1970, y le fue mal. Por eso, el de esta noche es un concierto con peso doble para él.
› Por Karina Micheletto
Alberto Cortez se presenta con un cierto acento castizo, forjado en unos cuarenta años de residencia en Madrid. La forma en que este artista que se define como “hombre de vuelo” trazó un itinerario que lo llevó desde el pequeño pueblo de Rancul, en la provincia de La Pampa, hasta grabar canciones en francés en París, conocer a su esposa en Bélgica, amagar con transformarse en un latin lover en Hollywood e instalarse en España, la narra ahora como un cuento cuyo protagonista es llevado y traído por los azares de alguna marea. El autor de Cuando un amigo se va está en Buenos Aires para asistir a lo que considera “una suerte de pequeña revancha”: la segunda presentación de su carrera en el estadio Luna Park, después de un primer intento fallido en 1970. La revancha del cantor será hoy a las 21.30, en un concierto “de cámara”, sólo acompañado por el piano de Fernando Badía. Allí Cortez promete hacer todas las canciones de siempre, mechadas por algunos de los temas de su reciente CD, Identidad. “No será una presentación de disco”, aclara el cantautor. “Yo no presento los discos, de eso se ocupa la compañía.”
–¿Por qué una revancha?
–Lo digo un poco en serio, un poco en broma. El primer Luna que hice fue en 1970, un poco prematuramente, y fue un fracaso total. Estaba basado sólo en la promoción que hacía Canal 11, que en aquel tiempo era de Ricardo García, que también organizaba algunos espectáculos. Hace poco me lo encontré y me cargó: “Vos sos el único artista con el que yo perdí plata” (lo imita). “Vos sos el único empresario con el que yo fracasé”, le dije yo. El Luna Park todavía era estadio, gigantesco, y fue una actitud desafortunada: no había promoción, nadie sabía quién era Alberto Cortez... Pero a mí, que era joven, me parecía que tenía que llegar al Luna Park y que eso significaba triunfar en mi país. Me fui muy desilusionado, pensando: si el pueblo argentino no quiere saber nada de Alberto Cortez, me tendré que resignar a vivir afuera, aislado, tendré que decir que soy argentino pero que a partir de ahora soy ciudadano del mundo...
–¿O sea que aquel Luna Park fue decisivo al momento de irse?
–Sí, por eso ahora, tantos años después, cuando ya el pueblo argentino sabe quién es Alberto Cortez, hablo de una pequeña revancha que me quiero tomar. Cuento esto porque forma parte de mi historia y no lo puedo negar. Y, curiosamente, para que tuviera alguna entrada en el público argentino tuvo que producirse un fenómeno extraño para un cantante unos años después: me contrataron para hacer un comercial de un vino, Casa de Troya. Las personas que manejaban en ese entonces mis discos tuvieron la brillantísima idea de convencer a la agencia que tenía la cuenta de aquellos vinos que tenían que hacer también un comercial de Alberto Cortez. Así lo hicieron, y eso hizo que el público se diera cuenta de que el que cantaba Cuando un amigo se va era un hombre que tenía pretensiones de hacer cosas diferentes, de cantar de otras maneras, otras cosas, no sólo cantarle al amor.
–¿Hay algún otro concierto que recuerde especialmente?
–Al año siguiente de aquellos comerciales volví a Buenos Aires y debuté en el Coliseo. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que fue una de las noches más emocionantes de mi vida. Salí al escenario , se puso de pie el teatro entero y me quedó un nudo en la garganta que me hizo muy difícil seguir después con el show. La gente estaba ahí como diciendo “te queremos...”.
–El suyo no es el único caso de un artista que tiene que irse para poder ser reconocido aquí.
–Hay algunos casos, pero no fue mi intención irme para eso. A los 20 años uno tiene la cabeza llena de pájaros que se echan a volar y lo llevan a recorrer el mundo. Llegué a una Europa efervescente, con ganas de aprender, me encontré con que en la canción francesa había personas que cantaban con la misma intensidad que aquí lo hacían Yupanqui o Jaime Dávalos, poetas que podían poner a sus poemas las alas de una canción. Me impactó sobre todo Jacques Brel. Como en París estaban interesados en que grabara en francés, me preocupé por aprender el idioma y llegué a hablarlo con fluidez.
–¿Y cómo llegó a casarse con una belga?
–En ese ínterin ya vivía en Bélgica, nos conocimos cuando llegué allá, en 1960. Ella es pintora y siempre tuvo muchas inquietudes culturales, estaba estudiando castellano porque había leído una traducción de un poema de Luis Cernuda y le había parecido extraordinario, y lo quería leer en su idioma original. Llegué a cantar en su ciudad y fue a verme, allí nos conocimos. Nos hicimos amigos, ella tenía un piano en su casa y yo iba todas las tardes y me sentaba a trabajar ahí, hasta que me surgió un viaje a Estados Unidos, y estando allí empecé a sentir una enorme nostalgia por mi amiga. Un día la llamé y le dije: venite. “No puedo, tengo un trabajo, una vida aquí”, me dijo ella. “No entendés: te pido que vengas y nos casemos. Te pido oficialmente que te cases conmigo. Si estás de acuerdo te espero pasado mañana en el aeropuerto de Nueva York.” Así que la esperé con un ramito de flores en el aeropuerto y ella vino. Ahí empezamos nuestra luna de miel previa al casamiento. Después saltamos a Los Angeles, porque yo había despertado cierto interés en unos empresarios cinematográficos. En aquel tiempo era un muchacho alto, buen mozo y decían que podían transformarme en un latin lover de aquella época al estilo Fernando Lamas. Pero el precio que me pidieron para poder llegar a eso no me interesó.
–¿Cuál era?
–Tenía que ver con el sexo y no precisamente con el mío. Aquellos señores tenían algunas desviaciones, hoy muy respetables, pero en aquella época para mí eran terroríficas. Así que ahí se terminó el latin lover. Si hoy lo pienso podría haber hecho carrera allí, pero nunca me arrepentí, no podría vivir en Estados Unidos, y ahora lo sé, después de muchos años y de haber ido cientos de veces. Es un estilo de vida extremadamente materialista y en el fondo puritano. Pero las cosas tan curiosas, la vida pasa de una manera tan espectacular... Yo soy un chico de un pueblo, no nací en una cuna de oro. Si hoy lo pienso hay cosas que no puedo creer, he pensado: esto es cosa ‘e mandinga, que le pase esto a un pajuerano como yo... Así que de Hollywood viajé a París, grabé mis discos en francés, pero a veces se tiene éxito y a veces no. Después ya me casé y culminaron todas mis aventuras investigadoras, me radiqué definitivamente en Madrid, en 1964.
–Después de todo el recorrido que narra, graba un disco al que titula Identidad.
–Es que es necesario de vez en cuando revisar la identidad, poner los pies sobre la tierra, aterrizar. En cada una de las canciones de este disco hay signos de mi identidad. En Gaviotas, pese a que todo el mundo cree que es un bicho asqueroso, porque comen cualquier cosa, yo digo que son las dueñas absolutas del aire, y yo soy un hombre de vuelo. También hay un tema que dedico a las víctimas del terrorismo, Qué culpa tengo yo. La escribí el 11 de marzo del año siguiente del atentado, que es el mismo día de mi cumpleaños. “No hay fin que justifique tanta pena, ni pena que no viva su calvario”, digo en el final. Las víctimas del terrorismo pierden a sus amantes, sus esposos, sus padres, sus hijos. Y la actitud de los políticos no está a la altura. Nos dicen: “Ya estamos luchando contra el terrorismo, lo vamos a vencer”, pero seguimos esperando a cada rato que en cualquier esquina estalle una bomba. Hay otra canción en el disco que tiene que ver con eso, se llama Con el alma en vilo. Yo siento que es como todos vivimos hoy.