MUSICA › COMPAY SEGUNDO
El músico cubano, héroe de Buena vista social club, hubiese cumplido hoy 100 años.
› Por Karina Micheletto
A Compay Segundo la fama le llegó tarde. Más precisamente, a los 90 años. Llegó a vivir cinco como artista famoso, reconocido en el mundo y elevado a la categoría de gloria nacional en su país. Mucho antes, fue uno de los pilares del son tradicional cubano. También fue uno de los olvidados cuando este ritmo perdió fuerza como representante de “lo cubano” frente a las modas de otras músicas. Pero sus cinco años finales de gloria hicieron que 2007 fuese declarado en Cuba como año homenaje Compay Segundo 100 años, con la inauguración de un museo en la que fue su última casa. Hoy cumpliría 100 años ese músico que el mundo descubrió como parte de la banda de “viejitos con swing” del Buena Vista Social Club, y que muchos años antes formó parte de la guardia activa del son cubano. El se imaginaba cumpliéndolos vivo: además de explicar que a los 90 años tenía novia, “lo cual prolonga la vida”, el autor de “Chan chan” declaraba con orgullo que fumaba desde los 5, como su abuela. Y que si ella había llegado a los 115, no veía razón para no seguirle los pasos.
Nacido como Máximo Francisco Repilado en 1907 en el pueblo minero de Siboney, en Santiago de Cuba, Compay Segundo fue un músico autodidacta que empezó tocando el tres. Cuando su familia se trasladó a Santiago de Cuba, empezó a estudiar solfeo y clarinete, un instrumento al que siguió teniendo gran apego durante toda su vida, tanto, que ahora ocupa una vitrina preferente en su museo. El clarinete le abrió las puertas a la Banda Municipal de Santiago y, a comienzos de los ’30, a la de La Habana. Allí Compay comenzó a “trotar” con el son junto a leyendas como Miguel Matamoros y Benny Moré. A partir de los ’60, cuando el son tradicional comenzó a ser dejado de lado en la isla, suplantado por ritmos con más despliegue como la salsa, los soneros como Compay Segundo dejaron de sonar poco a poco en Cuba, recordados y valorados sólo por nostálgicos memoriosos. Hasta aquí, nada que no sea historia conocida, con sus correspondientes paralelos posibles con realidades de estas latitudes. Hasta que ocurrió lo impensado.
En 1998 apareció Buena Vista Social Club, un disco de músicos cubanos, la mayoría de los cuales ya habían pasado los 70 años. Además de Compay Segundo, integraban la banda de “viejas glorias” Ibrahim Ferrer, el pianista Rubén González y Omara Portuondo, la única mujer del grupo. Los viejitos soneros le recordaron al mundo lo bellos que eran los antiguos sones y boleros tradicionales, y lo bien que los podían hacer, aquí y ahora. El disco marcó un pequeño fenómeno, vendió más de un millón de copias, ganó un Grammy. Al año siguiente la movida se potenció con el documental de Wim Wenders, también producido por el guitarrista Ry Cooder.
Así, Buena Vista Social Club cambió los destinos de un puñado de músicos jubilados, que se transformaron en jóvenes estrellas, con carreras recomenzadas a los 70 o 90. En palabras de Elíades Ochoa, otro integrantes de la “pandilla sonera” del Buena Vista: “Ocurrió que dejaron de pensar que hacíamos música para viejos”. El boom de Buena Vista terminó repercutiendo no sólo en el resurgimiento del son y la música popular cubana en el mercado global de la world music. También los revitalizó fronteras adentro de la isla, más allá de que todavía provoque alguna mueca el hecho de que el “descubrimiento” haya llegado de la mano de un extranjero. Entre todas las flamantes viejas glorias del son de los ’90, el que siempre brilló con mayor intensidad, más allá de lo musical, fue el encantador Compay.
Se sabe que Cuba es un país especializado en el homenaje. En el caso de su cantor nacional, se instituyó que éste sería el año homenaje Compay Segundo 100 años y los festejos comenzaron a fines del año pasado, con la inauguración de una casa-museo en la residencia de La Habana donde el sonero vivió sus últimos años, ya bendecido por la gloria de Buena Vista Social Club y por premios como el Grammy.
Durante décadas, el haber tocado junto a algunos de los más grandes de la canción cubana no eximió a Compay segundo de combinar su oficio de músico con otro que le permitió completar su sustento: el de torcedor de tabaco. Además de formar parte de su modo de vida, los puros fueron una de sus pasiones. El Hupman Nº 4 de Montecristo –que empezó a fumar de niño– junto con el vaso de ron y sus sempiternos sombreros, se convirtieron en una marca de identidad. Por eso ahora, entre los homenajes por su centenario, se pondrán a la venta en todo el mundo humidores (cajas) con 150 puros con una anilla con su efigie. El mercado está en marcha: también se diseñó una línea de ropa –guayaberas, camisas y pantalones de lino como los que vestía el sonero– con la marca Compay Segundo.
En Cuba, parte de las celebraciones de hoy se concentrarán en un mausoleo en el cementerio Santa Ifigenia de Santiago de Cuba, donde descansan los restos del músico, junto a los de otros históricos de la canción cubana como Miguel Matamoros. El monumento, llamado Las Flores de la Vida, título de una de sus últimas canciones, consiste en un muro de mármol con 95 flores de bronce (una por cada año de su vida) que rodean la guitarra y el sombrero que siempre acompañaron al músico.
Claro que hay homenajes más cercanos a la esencia de Compay Segundo, es decir, a su música. La orquesta que lleva su nombre, dirigida por su hijo, Salvador Repilado, culmina por estos días un año de giras por Cuba y por el mundo. Además, el director italiano Stefano Mazzoleni se unirá a finales de mes a un concierto homenaje en La Habana de la Orquesta Sinfónica Nacional.
En sus últimos años de vida, el salto del “casi anonimato” a la fama había llevado al músico a recorridos improbables. Cantar ante el papa Juan Pablo II y ante Fidel Castro, por ejemplo. “Saltamos de las montañas a la fama, recorrimos medio mundo, nos paramos en los escenarios más exigentes y príncipes nos invitaron a sus grandiosas fiestas –había dicho–. Pero yo sigo siendo sencillo, como si estuviera empezando... ¡Nunca terminando!” También repetía siempre, puro en mano, una frase que por estos días se repite, entre tanto homenaje: “Si no fuera por el son, existiría en el mundo una tristeza bárbara”.
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