Lun 19.11.2007
espectaculos

MUSICA › LA FIESTA DE LA X EN URUGUAY, CON ARTISTAS PROVENIENTES DE LAS DOS ORILLAS

Las canciones le ganaron al conflicto

León Gieco, Skay Beilinson, Jaime Roos y La Orquesta Fernández Fierro fueron algunos de los más de cien números artísticos que animaron este encuentro en el gigantesco Parque Roosevelt. Un diluvio interrumpió la celebración al aire libre en plena madrugada.

› Por Cristian Vitale

Llega un punto, en la ruta, en que no se puede avanzar más. El mojón del stop y vuelta atrás está en algún lugar del camino que lleva a Canelones, allá por las afueras de Montevideo. Una caravana interminable de personas lo atraviesa a pie. Hay rockeros prototípicos pero también abuelos, nenes con globos, tías con reposeras y padres con shorts. El adentro, que parece un afuera soñado, son apenas 20 hectáreas de las casi 200 que ocupa el Parque Roosevelt... un bosque inmenso, poblado de árboles, pequeñas ondulaciones del suelo, naturaleza (casi) salvaje y playa. Bosque con salida al mar... una inmensidad maravillosa, modificada –en parte– para enmarcar la octava edición de la Fiesta de la X y sus más de cien números artísticos, más diversiones extra que van de la gastronomía típica de recital –sin excentricidades de vip– al samba, los peloteros y los fogones, que se extienden más de 500 metros sobre la playa. Todo hubiese resultado perfecto, completo, si las nubes negras que invadieron Uruguay desde la mañana no hubiesen chocado después, pero los rayos sobre el mar –otra imagen-impacto– finalmente cumplieron: hubo fiesta pero a medias. Estuvieron Jaime Roos, La Orquesta Fernández Fierro, Skay Beilinson, León Gieco y Buitres, pero no Loquillo, el “rockstar” español. Hubo tango, reggae, folklore y relaje en la playa, pero no rave con olas hasta más allá del sol. A las 3 de la mañana, un diluvio sin retorno puso fin a la fiesta.

No hubo todo, entonces, pero lo suficiente como para llegar a una primera conclusión: en el momento más crudo del Botniagate, la música pasó por encima el conflicto. Argentinos y uruguayos, hijos del mismo río, comprobaron el poder sanador del arte. Lo que se discute en las calles, lo que baja de la picadora de carne mediática y predispone mal, no llegó ni siquiera al nivel de detalle. Apenas un comentario –esperado– de León (“De las papeleras ni hablar, ¿no?... sólo quería decirles que el decreto lo firmó el otro presidente, dos días antes de irse”) y un mix de aplausos y silbidos posterior fue la única alusión al tema. “Además, los presidentes se nos parecen y no tenemos que delegar todo en ellos. La mitad les corresponde pero la otra la tenemos que hacer nosotros”, siguió León, antes de arrancar con “Los guardianes de Mugica”. Y nada más. “Yo soy Juan”, “El ángel de la bicicleta” y “Sólo le pido Dios”, completaron la última parte de un set “festivalero”, que incluyó un tendal de clásicos (“Los salieris de Charly”, “De igual a igual” y “El ídolo de los quemados”, con un excelente solo de Kubero Díaz) más una apertura a capela –muy sentida– de “Cinco siglos igual” y un recorrido por sus canciones más antiguas: “Todos los caballos blancos”, “La rata Laly”, “En el país de la libertad” y “La mamá de Jimmy”.

“Quiero dedicar esta canción a todas las mujeres y recordar que el 25 de noviembre es el Día de la no violencia contra la mujer... que todas las que sufren agresiones por parte de hombres, que denuncien a ese hijo de puta”, recordó el rosquinense, entre imágenes de Amparo Ochoa, Ella Fitzgerald y rostros anónimos, como prólogo del momento cenit del show: “La memoria”. Antes, pero pegado, Skay había irrumpido con un show demoledor en el crepúsculo. Empezó de día (con nubes que amagaban irse y rayos dorados rebotando en los árboles más altos) y terminó de noche, con la luna entrecubierta. Marco ideal, la fusión día-noche, para internalizar profundo las historias dolorosas de los “cainitas” que Skay –casi como hablando de sí– rescata en las canciones de su último disco: La marca de Caín. Lo presenta casi todo y las banderas del frente –como una rémora de la mística que Los Redondos generaron en Uruguay– no paran de flamear jamás. Suenan, del trabajo reciente, “El fantasma del 5º piso”, “Meroe y los sortilegios”, y dos con mucho olor a clásico futuro: “Angeles caídos” y el impecable –muy melodioso en su aridez– “Tal vez mañana”.

Pero su cenit –¿cómo evitarlo?– son las versiones de Los Redondos... en especial dos: una que revisita a su forma y sin embargo embriaga (“El pibe de los astilleros”) y otra que, más ajustada a sus cánones internos, hace tronar el suelo de las dos canchas de fútbol que ocupa el predio principal: “Jijiji”. Otra vez, inolvidable. “O pogo mais grande do mundo”, se le escucha decir a un gaúcho, bajando cerveza a lo pavo. La imagen, inquieta y multitudinaria, contrasta con el set anterior: La Orquesta Fernández Fierro presenta su tango-power, con mucho músculo, ante unos dos mil uruguayos de avanzada. Alternan, casi sistemáticamente, tangos instrumentales y cantados. El Chino Laborde aparece y desaparece en cualquier lugar, pero siempre perdido entre los músicos. Es “la” imagen de la orquesta. Horizontal y cooperativa. Tocan –con nervio– “Cero Once”, “Azucena Alcoba” y cierran con la versión, cruda y desgarrada, que le había faltado a Jaime Roos, poco antes: “Las luces del Estadio”. Fue lo único que faltó para que el show de Roos cerrara perfecto. Un poco molesto por ciertas dificultades de sonido, hubo que esperar que los controles se ajustaran para que el hombre del bigote beatle inaugurara esta fiesta con un show que suena como si Uruguay fuera un disco largo.

Cada canción tiene su aura. Prevé un posible triunfo de la selección (“Vamo arriba la celeste”), o conmueve al más frío con ese huayno mantra que esta vez canta el Zurdo Besio (“Si me voy antes que vos”), distiende el cuerpo (“Nadie me dijo nada”) o provoca una inmediata admiración por Defensor, su equipo (“Cometa de la Farola”), evoca pesadillas y encantos (“Adiós juventud”) y pinta con sonrisas historias tristes (“Colombina”). Pero, sobre todas las cosas, llega a una posible segunda conclusión cuando da vuelta la esencia del “Cambalache” de Discépolo: “Que el mundo fue y será una maravilla, ya lo sé”... puede que sea solo un espejismo, o una expresión de deseos, pero lo que dejó esta fiesta inconclusa –más allá de lo meramente musical– fue la aliviante sensación de que el hombre puede ser mejor, más allá de fronteras y corporaciones.

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