Mié 26.12.2007
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MUSICA › EL MAESTRO DE LA MANO IZQUIERDA

El maestro de la mano izquierda

Tocó junto a Benny Carter, Lester Young, Ben Webster, Stan Getz, Ella Fitzgerald y Count Basie. Retirado desde 1993, el músico dejó una obra extensa, con una técnica para el asombro.

› Por Diego Fischerman

Se dice que quienes mueren recuperan, en unos pocos segundos, su vida entera. Es improbable. Pero para quienes los quieren, o los admiran, es diferente. El gesto es casi el contrario: elegir unos pocos momentos, algunas imágenes inmóviles, capaces de condensar, en su brevedad, todo lo que esa persona ha tenido de bueno para quien la recuerda –para quien no quiere dejar de recordarla–. Oscar Peterson murió, a los 82 años, en su casa de Mississauga, en Ontario, Canadá. Fue el lunes por la noche y fue por una insuficiencia renal. Desde 1993, en que había sufrido un ataque cerebrovascular, tenía su mano izquierda –tan luego su mano izquierda– inmóvil. Podrían elegirse para recordarlo –para no querer olvidarlo– sus grabaciones junto a los saxofonistas Benny Carter, Lester Young, Ben Webster y Stan Getz, su extraordinario dúo con Ella Fitzgerald registrado en 1975 para el sello Pablo, los encuentros con Count Basie, esa extraña versión de Porgy & Bess en que tocaba clavicordio a dúo con la guitarra de Joe Pass, la música para el film The Partner, sus sesiones casi íntimas publicadas en su momento por MPS y reunidas en el álbum Exclusively for my friends y el trío con Pass y Niels-Henning Oersted Pedersen como contrabajista que, con absoluta autoconciencia, editó en 1973 un disco llamado The trio.

Admirador de Art Tatum, que suele ser mencionado como su fuente estilística más clara, Peterson se caracterizó, además de por un deslumbrante control de la digitación y de los diferentes efectos sobre el sonido de los distintos toques y de la graduación del peso de las manos sobre el teclado, por una capacidad asombrosa para subdividir rítmicamente de las maneras más inesperadas y osadas y por la fenomenal independencia y el impulso rítmico de su mano izquierda. Hace años, en un documental sobre el piano y los pianistas, aparecían él y Martha Argerich. No se conocían más que de oídas. Pero compartían algo. Cuando la imagen los mostraba de frente, es decir con el instrumento interpuesto entre las manos y la mirada de los espectadores, lo único que se percibía en ellos era la cara de placer y concentración y un leve balance de sus torsos, hacia uno y otro costado. Cuando la imagen los mostraba de perfil, la relajación llegaba hasta las muñecas o, a lo sumo, los antebrazos. A partir de allí se trataba de otro mundo, turbulento, con una concentración de energía inimaginable para cualquiera que no viera sus manos.

Peterson fue, sin duda, uno de los grandes pianistas del siglo XX. Y fue, claro, un pianista de jazz. El jazz, sin embargo, muchas veces lo discutió. Y es que el pianista fue irreductible a lo que, para el género, constituye una de las principales –si no la más importante de todas– fuentes de valor: la creación de un lenguaje. Oscar Peterson, nacido en Little Burgundy, en los suburbios de Montreal, estudiante de piano desde los seis años y ganador, a los catorce, de un concurso para jóvenes talentos, no sólo no señaló caminos nuevos, como lo hicieron el propio Tatum, Earl Hines, Bud Powell, Bill Evans, Thelonious Monk o McCoy Tyner, sino que, directamente, todo lo sucedido a partir del bop le fue ajeno. Anclado en el swing, en todo caso, lo llevó al límite de sus posibilidades. Y fue un límite, por otra parte, que sólo él llegó a vislumbrar. Su trayectoria, además, pone en escena, tal vez mejor que cualquier otra, la influencia de la industria del disco en el desarrollo del jazz. Y, en particular, hasta qué punto los productores –o por lo menos algunos de ellos– no sólo fueron capaces de detectar los cambios estéticos, sino que, en muchos casos, los provocaron. Oscar Peterson, en todo caso, es impensable sin la contrafigura de Norman Granz, que además de descubrirlo a fines de la década de 1940 en Montreal y de hacerlo grabar en cada uno de los sellos que fundó –Norgran, Clef, Verve, Pablo–, ideó para él contextos y encuentros únicos, confiriéndole a su trayectoria una variedad de matices inédita en el mundo del jazz. El trío à la Nat King Cole, con Ray Brown en contrabajo y Barney Kessel –luego reemplazado por Herb Ellis– en guitarra eléctrica, la versión sin guitarra y con Ed Thigpen en batería, sus dúos con los trompetistas Dizzy Gillespie, Roy Eldridge, Harry “Sweets” Edison, Clark Terry y Jon Faddis, las sesiones con selecciones de estrellas que quedaron fijadas en los registros de sus participaciones en el festival de Montreaux, en los ’70, son las distintas caras de un pianista que, a pesar de haber grabado mucho –algunos dicen que ser el preferido de Granz lo llevó a hacerlo demasiado–, se las arregló para dejar una cantidad pasmosa de discos notables.

Reconocido mucho más allá del circunspecto ambiente del jazz, fue galardonado con el Roy Thomson Award (1987), el Premio de las Artes de Toronto a la trayectoria (1991), el Governor General’s Performing Arts Award (1992), el Glenn Gould Prize (1993), el premio de la International Society for Performing Artists (1995), la Medalla Loyola de la Concordia University (1997), el Grammy a la trayectoria (1997), el Praemium Imperiale World Art Award (1999), el premio de la Unesco a la música (2000) y el de la Toronto Musicians’ Association (2001). Recibió doctorados Honoris Causa, además, de las universidades de Carleton University, Queen, Concordia, McMaster, Mount Allison, Victoria, Western Ontario, York, Toronto, Laval y Northwestern. En Canadá es una especie de prócer: el Estado emitió una estampilla con su retrato cuando cumplió 80 años, una escuela de Ontario lleva su nombre y, desde 2004, existe en Toronto la Plaza Oscar Peterson. Para recordarlo –para no querer olvidarlo– seguirá sonando su maestría para tocar blues y seguirá estando su mano izquierda, soberana como en los mejores tiempos.

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