MUSICA › SE PRESENTó A LA LEGISLATURA EL PROYECTO DE LEY DE AUTARQUíA PARA EL COLóN
El Poder Ejecutivo de la ciudad imaginó un esquema en el que las compras escapan a la ley municipal y el director del Colón sólo rinde cuentas ante el jefe de Gobierno. Mientras tanto, el debate acerca de qué debería ser ese teatro sigue ausente.
› Por Diego Fischerman
Es imposible hablar de la justeza de un precio –monetario, afectivo, medido en términos de esfuerzo– si no se sabe a qué corresponde. Lo que es mucho para un rústico número cuatro de escasa –e insatisfactoria– experiencia es seguramente un regalo si se trata de comprar a Messi. Mientras comienza a hablarse de un reordenamiento administrativo para el Teatro Colón y el Poder Ejecutivo de la ciudad acaba de enviar a la Legislatura un proyecto de ley de autarquía, fuentes cercanas al jefe de Gobierno aseguran haberle oído decir que su ideal sería un teatro con 700 empleados. ¿Ese análisis responde a un cálculo meticuloso, elaborado por un comité de expertos que han estudiado los casos de diversos teatros del mundo? Esas 700 personas –o las aproximadamente mil trescientas que trabajan allí en la actualidad–, ¿son pocas o muchas? ¿Son suficientes o no alcanzan? E, independientemente de la cantidad, ¿cómo se determina quiénes deberán ser, qué capacitación deberán tener y a qué mecanismos de control estarán sujetos esos 700 o esos 1300?
En todo caso, más allá de lo discutibles y contradictorios que resulten los anuncios realizados en materia de programación y de la meneada demora de la reapertura del teatro hasta 2010, no hay ninguna señal de que se haya pensado un proyecto para el Teatro Colón que permita determinar cuántas personas deben trabajar en él y cuánto dinero es lógico y deseable gastar en su funcionamiento. La pregunta acerca de para qué debe servirle al Estado –es decir a los ciudadanos– un teatro como el Colón en pleno siglo XXI no es menor. Si no se sabe si el Colón aspira a ser Messi o el rústico número cuatro, cualquier cifra carece de sentido. En 1908, cuando el teatro fue construido, la sociedad era, obviamente, otra. Las clases altas no tenían culpa por gastarse el presupuesto colectivo en sus gustos personales. Y esos gustos, además, aun cuando no fueran compartidos por otros grupos sociales tenían, para todos, el rango de lo absoluto. La ópera y el ballet clásico eran “lo más alto y sublime” aun para quienes no gustaban de ellos. A principios del siglo XX había siete salas que programaban ópera en Buenos Aires. En 1925, seis de ellas ya habían cerrado o se dedicaban a otra cosa. Y el Colón, que en esa época era regenteado por concesionarios, fue municipalizado para evitar su desaparición.
Cien años después de su inauguración, la situación ha cambiado. No sólo las exigencias de la sociedad con respecto al destino que se le da a sus bienes son otras, sino que la idea del arte se ha modificado radicalmente. No se trata de suponerle al Colón un destino ajeno a sus designios, como sala de recitales folklóricos o, tal vez, como alguna vez se cantó pensando en el Hotel Sheraton, como Hospital de Niños. Aun si se acepta que lo que allí debe ofrecerse es lo que la “cultura culta” entiende como arte, es claro que la “música de escucha” de hoy es otra que la de 1908. Seguramente Mozart, Beethoven, Brahms, Debussy, Wagner, Verdi y Mahler siguen formando parte del imaginario de lo que es la música culta. Pero es posible que Keith Jarrett, Joni Mitchell, Radiohead, Björk, Astor Piazzolla o Tom Waits estén, en la actualidad, más cerca del universo de los cultos que Donizetti, Mascagni o Rossini. Y, claramente, la creación ronda hoy otros territorios que los de la ópera decimonónica o el ballet de los zares. En cualquier caso, ninguna de estas cuestiones es evidente. Todas, eventualmente, deberían ser pensadas casi desde el principio. En las últimas décadas, el Colón, aun con sus indefiniciones y con los ahogos presupuestarios y la ausencia de una estructura funcional con la que constriñó a algunos de sus organismos, fue tendiendo hacia el modelo del gran centro cultural dedicado a la producción musical y escénica, en el campo de la tradición identificada como clásica. Tres orquestas propias –una de ellas pedagógica–, un cuerpo de ballet, talleres escenográficos y de vestuario, un instituto de formación especializada, un centro de experimentación y una ópera de cámara capaz de estrenar un título como El Kaiser de la Atlántida, de Ullmann, hablan de un proyecto que, aunque nunca terminado de formular con claridad, va mucho más allá del viejo teatro de ópera. ¿La ciudad quiere eso o quiere el Colón de los años ’50 (que habrá que ver, además, si es posible)? Sería deseable que la cuestión fuera debatida antes de determinar si sus empleados deben ser 700 o 1300.
Pero, además, el proyecto de ley de autarquía para el Teatro Colón contiene, por lo menos, tres artículos que deberían ser revisados. En uno se saca al teatro del régimen de compras del municipio, en otro se coloca a sus empleados por fuera del convenio laboral estatal y en el tercero se le da al director poder absoluto para decidir en casi cualquier cuestión, debiéndole rendir cuentas de ello tan sólo al propio jefe de Gobierno, y desconociendo la experiencia de todos los otros teatros del mundo que han optado por la autarquía y donde existen férreos controles que, en Italia, llegan a incluir a representantes de los conservatorios en los directorios de los entes autárquicos. Alguien dijo alguna vez que, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe de manera absoluta. Un sistema legal tiene como uno de sus fines defender a la sociedad, de manera impersonal, de las posibles fallas personales. Si el poder absoluto estuviera en manos de un sabio magnánimo podría llegar a ser maravilloso, más rápido, eficaz y menos engorroso que si estuviera sujeto a un engranaje de controles. Pero una sociedad no puede darse el lujo de permitir esa clase de instrumentos que, en manos de quienes no fueran ni sabios ni magnánimos, pudieran causar daños irreparables.
Podría pasar, por ejemplo, que un jefe de Gobierno no particularmente interesado en la cultura y no demasiado informado en la materia no tuviera demasiados elementos de juicio como para distinguir los buenos consejos de los malos. Podría suceder, entonces, que designara como director del Colón a alguien inadecuado, prestigioso en otro campo, tal vez ligado a alguna institución señera, pero desconocedor de todo lo concerniente al manejo de una sala teatral. Sería posible que ese director eligiera un equipo de colaboradores mediocres, inescrupulosos, ávidos por los negocios personales y el tráfico de influencias o resentidos con gestiones anteriores en virtud de no haber sido tenidos en cuenta por ellas como artistas. Sería posible, también, que ese director estuviera desactualizado, que no frecuentara los ámbitos del arte actual y que, dada su falta de conocimiento profesional, fuera incapaz de discernir entre su gusto personal y la necesidad de un proyecto institucional sólido y acorde a la época. En ese caso, si la Ley de Autarquía no se corrigiera, el único que podría controlarlo sería, paradójicamente, el mismo jefe de Gobierno que cometió el error de nombrarlo y que, tal vez, ni siquiera fuera consciente de ese error. Y, en ese caso, ¿quién podría ponerle el cascabel al gato?
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