Jue 06.03.2008
espectaculos

MUSICA › DREAM THEATER LLENó DOS VECES EL LUNA PARK

Deleite para heavies y progresivos

› Por Cristian Vitale

Rara vez un bajista ocupa un rol tan central en una banda de rock. El achinado John Myung es la excepción que confirma la regla: su instrumento demuele, altera y no falla jamás: los fans lo adoran. Rara vez, también, un baterista se pone a la par del todo, encuentra el punto equidistante –y preciso– entre el brillo personal y el anonimato: el turbulento Mike Portnoy es, también, una excepción del mismo tipo. Si a la vigorosa base rítmica, entonces, se le suma un guitarrista veloz, melodioso, envolvente como John Petrucci, la receta del éxito ya no puede abdicar. Pero hay más: si al trío de estudiantes de la Berklee que fundó Dream Theater allá por 1985 se le adhiere un cantante canadiense cuya virtud principal pasa por sujetar un noble péndulo entre hacer y dejar hacer (James LaBrie) y a su vez aparece un tecladista versátil, carismático, totalmente impregnado en el todo como Jordan Ruddes –el último en ingresar a la banda–, la fórmula exacta da: Dream Theater = música completa. A ver, es como estar ante cinco Steve Vai’s de cada instrumento, pero mucho más entretenidos, emotivos y mágicos que el guitarrista de Long Island. Y, por qué no, tan virtuosos como él.

El quinteto californiano brindó dos alucinantes conciertos a Luna Park lleno –lunes y martes– y ratificó la conexión con esos acérrimos criollos que lo idolatran. Gente de todas las edades, cuya procedencia hay que buscar entre el gen heavy (de Zeppelin a Maiden), ciertos nostálgicos del rock sinfónico y seguidores inclaudicables de grupos que, a su manera, le abrieron la puerta a la libertad: Rush y Pink Floyd... un combo al que la banda rinde culto directa (A Change of seasons, 1995) e indirectamente, a través de obras respetuosas que mantienen una tradición pero, a la vez, se suben sobre sus hombros para mirar más allá. A veces pueden derretir con bellísimas melodías y colar, entre ellas, un solo calcado de “Mother” (Pink Floyd), y a veces incorporar un plus personal a sus influencias: “I Walk Beside You”, “As I Am”, por caso. Puede pasar todo esto y más, que siempre la banda suena impecable. Puede llamarse metal progresivo, hard rock, neosinfónico o rock art a lo que hacen, que la música, sin camiseta, conmueve igual.

Dream Theater trajo esta vez un set con canciones compuestas desde Images and words (1992, año en que se incorporó LaBrie) para acá. De aquel disco revelador sonaron una versión extendida de “Surrounded” más la sugestiva “Learning to live”; de Falling into infinity (1997) regalaron dos magistrales versiones de “Lines in the Sand” y “Trial of Tears”, y de aquella impresionante obra conceptual llamada Scenes from the Memory (1999) extractaron “Finally Free”, para convencer a los más ambiciosos. Para la pata heavy que nutre las huestes no faltaron “Blind Faith”, del disco más duro de la banda (Six Degrees of Inner Turbulence, 2002), ni la inoxidable “I Walk Beside You”. Y el recorrido por el reciente Systematic Chaos alcanzó con un medido repaso por “Constant motion”, “The dark eternal night” y “The Ministry Of Lost Souls”. Pero el cenit sigue siendo Octavarium; esta vez, la parte elegida fue la del final: “Razor’s edge”, cuya letra, sintomática y densa, tal vez hable de ese eterno retorno a un pasado épico: “Nos movemos en círculos / balanceados todo el tiempo / sobre el destello del filo de la cuchilla. Una esfera perfecta / chocándose con nuestro destino / esta historia acaba donde comenzó”. Así, más o menos, suena Dream Theater cuando sus intenciones se convierten en sonidos, sonidos que podrían demoler una y otra vez el cine del que tomó su nombre, para –después– volver a levantarlo. Y así.

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