MUSICA › IRON MAIDEN, ADRENALINA Y EMOCION EN LA CANCHA DE FERRO
› Por Cristian Vitale
IRON MAIDEN
Lugar: Ferro
Público: 25 mil personas
Integrantes: Bruce Dickinson (voz), Dave Murray, Adrian Smith y Janick Gers (guitarras), Steve Harris (bajo), Nicko McBrain (batería)
Cuarto tema y esta vez sí, Bruce Dickinson, vestido de soldado, se anima a desplegar una enorme bandera inglesa y hacerla flamear durante los cuatro minutos que dura “The Trooper”, la canción que su otro yo (Steve Harris) escribió en nombre de un combatiente británico muerto en batalla. Había un abanico de efectos para imaginar: que el público (metalero–argentino-nacionalista) reaccionara a silbidos, insultos y proyectiles, como en aquel Vélez del 2001; que la dejara pasar por un simple acto de admiración o que tomara una tangente equilibrada. Y ocurrió esta última: el tema trascendió con el mismo clima de toda la noche –casi perfecto– y, al terminar, se alzaron unas 20 banderas celestes y blancas dejando constancia del contraste. Como bonus, un zapatillazo que rozó apenas la rodilla del frontman y ya: todos contentos, incluso Dickinson. “Argentinos, los quiero”, bramó, mientras la canción del soldado agonizante dejaba paso a una de amor: “Wasted Years”. Genuino ejemplo de diplomacia rockera.
Si el momento –a priori– más conflictivo de la noche trascendió normalmente, es fácil imaginar que el resto rozó lo ideal. Iron Maiden brindó un show emotivo, impactante e inolvidable. 25 mil personas, en Ferro, asistieron a una ceremonia acorde con lo presagiado, en la decimonovena parada de la maratónica gira mundial cuyo nombre conlleva en sí mismo claras intenciones de nostalgia: Somewhere back in time. En rigor, el set –dos horas, 16 temas– consistió en un material íntegramente cercado entre dos coordenadas temporales ideales para fans: Iron Maiden (1981)-Fear of the dark (1992). Nada de A matter of life and death, último disco de la banda, editado en 2006, tampoco del período Bayley –The X factor, Virtual XI–, ni del trabajo que determinó la reconciliación de Dickinson (Brave new world). Material eminentemente tribunero, clásico, focalizado en las expectativas primarias de esas huestes estoicas... refractarias al paso del tiempo.
A la infaltable “Iron Maiden” (única pieza de la ruda época Stratton-Di Anno) y la consecuente aparición de Eddie, el monstruo de ojos rojos, la cercaron como un círculo de fuego versiones del período dorado que no dieron lugar a descanso. Desde la “satánica” “The number of the beast” –-joyita de Harris– a la “ganchera” y politizada “Run to the hills”; de ese relato que cuenta las peripecias ocultistas de Aleister Crowley en Egipto (“Revelations”) a “Fear of the dark”, el tema más “nuevo” de la lista, la rejuvenecida doncella de hierro configuró un péndulo de clásicos difícilmente olvidable. Pero el acento, en cantidad y calidad, estuvo puesto en el período intermedio que culmina en Fear of the dark (1992). La advertencia de Harris se manifestó en los hechos con dos versiones imponentes de Powerslave (1984): “Two minutes to midnight”, y la épica pieza de 14 minutos basada en el poema de Samuel Coleridge, “Rime of the ancient mariner”, que involucró al público en un laberinto de alucinación y misterio, con sus cortes de ritmo, punteos agudos, cambios de clima y referencias –iconografía incluida– a los enigmas piramidales. De Somewhere in time, el sucesor, descollaron dos temas de Smith (“Wasted years” y “Sea of Madness”) y “Moonchild” (del conceptual Sevent son of a seventh son), que determinó otro cenit sonoro, en el que el sexteto manifestó toda su musicalidad.
Dato para avezados: si la puesta de “The Trooper” puede ser, aún, vista como una provocación, el belicismo –aunque liberador– de “Aces High” la supera. Y además, todo bien con la independencia latinoamericana y la identificación de su imposibilidad, pero los colores del mejor rock siguen siendo los que flameó Dickinson ante la mirada recelosa de varios miles de argentinos. Maiden, en este sentido, sabe cómo poner las cosas en su lugar. Demostrado.
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