MUSICA › JOSé LARRALDE Y OTRA CEREMONIA EN EL TEATRO OPERA
El veterano folklorista desgranó algunas páginas de hondo sentimiento campero y varios párrafos de temática tan amplia como para ir de la vida del campesino a la antigua Grecia. “Yo soy así y mi laburo es éste, al que le gusta bien y al que no... bueno.”
› Por Cristian Vitale
Diógenes de Sínope fue un filósofo griego a quien también llamaban el cínico. Tal vez destruidos por el incendio de la Biblioteca de Alejandría, no han quedado textos para estudiar de fuente directa, apenas referencias sueltas que otro Diógenes (Laercio) escribió en su Vidas de los filósofos más ilustres. Diógenes, el cínico, amaba los perros y la libertad. Era poco social y despreciaba el borde refinado de la filosofía. En pocas palabras, hacía lo que quería: un día se masturbó frente a la gente en el ágora y otra vez –recrea José Larralde– se cruzó con Alejandro Magno y no le dio la más mínima pelota. Epoca helenística, 300-400 (AC): el conquistador, admirador de la herencia griega, fue a verlo a Corinto rodeado de guardias y le preguntó ¿qué puedo hacer por usted, maestro? “El viejo, que estaba solo, le contestó: correte que me tapás el sol.” La platea del Opera estalla. Pero el nudo está en otro lado: solo a ese hombre medio oculto tras un atril, una guitarra y una barba blanca, se le ocurre comparar al padre de la libertad con un amigo medio borrachín de Huanguelén, su pueblo: “Tamayo murió. Era de esos tipos con los que uno podía sentarse a hablar horas, y andar por esos lados finitos de la vida, que solemos pasar por alto. Los verdaderos”.
Es la larga introducción de una de las pocas canciones que el decidor ejecutará esta noche, luego de diez años, en un teatro de Capital. “El Tamayo” –su historia– explica por la parte el todo. Porque el método Larralde es desmenuzar al detalle los apriorismos situacionales o testimoniales que lo llevaron a componer cada canción, y darlo a conocer. Siempre, como dice, poniendo al ser humano en el centro del paisaje. Una condición del espíritu que la ansiedad del tempo industrial fue carcomiendo al compás del avance consumista. “Esto no es un show, porque no tengo cara de showman. Tampoco es un recital, un espectáculo y mucho menos un concierto. Ustedes dirán ¿qué mierda es esto, entonces?: una guitarreada. Nada más”, aclara, y se instala como en un boliche de pueblo.
Las luces permanecen prendidas: al cantor orillero, observador agudo, le gusta el cara a cara, el contacto directo. Está el que pide temas y liga un “no pidan, porque no les voy a dar pelota”. Está el que se enoja porque habla más de lo que canta, y se retira a las puteadas; está quien pregunta por un tema (“Parece mentira”) que no está editado en CD y está, la mayoría, hechizada con esos relatos sin apuro –a paso de llanura– que van aliando al hombre, la historia y el sonido en un todo, porque lo que hace Larralde es ubicar a la canción en su propio universo. Horadar en su mundo, entonces, implica entrar, posarse y permanecer en los pequeños deslindes. Dejarse llevar por sus palabras y silencios. Gozar con el humor directo, sincero y visceral (“el hombre es un sorete en una llanta”). O con las tristezas de un tipo que hace milongas hace 30 años, pero que también fue peón de campo, tractorista, albañil, mecánico y soldador.
Por caso, con esa maravillosa secuencia que determinó una de sus canciones más amargas: “Ayer bajé al poblao”, que cuenta el devenir de ese pobre que va a cazar la liebre o la perdiz para darle de comer a la familia, y no la ve. O se le escapa, asustada de “tanto cazador al pedo”. U otra, como “De hablarle a la soledad”, una milonga galponerita, que otra vez compara épocas y personajes para descifrar que el hombre sigue siendo el mismo. En este caso, a un changarín de Huanguelén con la mujer que le inventaba cuentos al ¿mustafá? de Las mil y una noches, simplemente porque él, el changarín, cantaba milongas inconclusas, y ella, la inventora de cuentos, escribía historias que nunca terminaban. “Siempre me quedó eso: aquella mujer contaba un cuento y quedaba inconcluso, y mi amigo empezaba una milonga y siempre la dejaba inconclusa. ¿Quién sabe por qué?: tal vez porque venía la parte triste del relato, algo que no quería recordar. Yo siempre anduve concatenando cosas de antes y ahora, y me voy dando cuenta de que el hombre es el mismo”, cuenta.
Las guitarreadas de Larralde, en rigor, son siempre iguales. Pueden durar dos, tres o cuatro horas, depende el tiempo de cada intro hablada. Pueden ser clínicas disfrazadas de conciertos. Amerita explicar, por ejemplo, por qué “La noche del peludero” es una milonga “achamarritada”, un género inventado por él: “Si le ponía milonga, la gente de Entre Ríos iba a decir ‘no, es una chamarrita’, y si le ponía chamarrita, la gente de acá iba a decir ‘no, es una milonga’. Entonces, le puse así y a otra cosa: total el tema es mío y hago lo que quiero. El problema surgió cuando fui a registrarlo en Sadaic. Había un señor que estaba ma’enculao que la mierda y cuando leyó ‘La noche del peludero’, milonga achamarritada me dijo ‘eso no existe’. Le contesté: ‘Bueno, ahora existe’. Y así estuvimos un rato, que sí que no, hasta que dije ‘vamos a hacerla más corta: vos antes no existías y ahora existís: si seguís rompiendo las pelotas no vas a existir más’. ¿Ven como hablando la gente se entiende? Lo mejor es el diálogo para todo”, es el chiste. “Ustedes se habrán dado cuenta de lo baqueano que soy para hacerme odiar. Pero yo siempre odié la hipocresía. Digo lo que tengo que decir, y siempre hay alguno que no le gusta, porque siempre hay un culo con arandelas que caga desparramado.”
La velada dura algo más de tres horas. Entre otras gemas (“El alegre canto de los pájaros tristes”, “Un día me fui del pago”, “Cosas que pasan”, “Por dentro de la vida” y la festejada “Patagonia”, que Larralde aprovecha para pedir que lleven a los veteranos de Malvinas a las escuelas para explicar los horrores de la guerra), el cantautor desgrana principios y anécdotas, como aquella en que terminó echando a una señora por quejarse de la cara del Che en una bandera, o principios como los que lo llevan a tomar postura en el conflicto campo-Gobierno. Primera estocada: “Lo primero que salió a decir el D’Elía ése fue que eran los golpistas, los oligarcas... ¡pero dejate de joder, che! ¿no viste al tipo en la ruta al que le faltaban los dientes y tenía las manos como ladrillos? Está mal cortar las rutas, pero también llenar la 9 de Julio de colectivos para hacer una rezongada al pedo”. Segunda: “La Presidenta no se puede poner de acuerdo con los campesinos, porque ninguno de los que está en el Gobierno metió la mano debajo de la tierra. Saben de oído, pero no saben lo que es levantarse a las tres de la mañana a ordeñar una vaca y después tirar la leche porque no hay cómo llevarla, porque le sale más caro el transporte que lo que le van a pagar. Y a la vaca hay que ordeñarla todos los días, si no, se muere. El chacarero también ara, siembra, rastrea y tiene que estar rezándole a Dios que llueva pero no mucho, que no venga viento, que no caiga granizo y encima después, en Buenos Aires, le ponen precio. Yo no estoy en contra de la Presidenta, que quiere cambiar un poco todo esto, me parece bárbaro, pero no se arregla todo metiendo impuestos. Es lo mismo que hacer esto: tenés que pagar el 20 por ciento de la sala, el 12 a Sadaic, el 21 de IVA, 20 mil mangos en publicidad, sonido, luces... si no está lleno, el productor se caga de hambre”.
Larralde cruzó a la Capital, dijo lo que quería decir y, otra vez, se salió con la suya. “Yo soy así y mi laburo es éste, al que le gusta bien y al que no... bueno.” Igual que Diógenes.
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