LITERATURA › ENTREVISTA A GABRIEL RECHES SOBRE LA CAJA, SU PRIMERA NOVELA
El autor cuenta la historia de un periodista sin empleo a fines de la década menemista, un “hombre sin meta” que no se adecua al mundo que lo rodea, es fóbico social y odia las fiestas porque “el mundo baila como si nada malo sucediera”.
› Por Silvina Friera
El protagonista de La caja (Interzona), la primera novela de Gabriel Reches, sufre el “síndrome de la voluntad inversa”: sus deseos chocan con un campo traslúcido que lleva a los actos en el sentido opuesto de la premeditación, desde que su padre murió de un modo “tan estúpido”, embestido por un camión de residuos patógenos. Periodista sin empleo a fines de los ’90, “hombre sin meta”, inadecuado ante el mundo que lo rodea, fóbico social que odia las fiestas porque “el mundo baila como si nada malo sucediera”, se pregunta qué debe contar. Como si ese síndrome se manifestara en la narración, el intento de relatar la muerte del padre colisiona con el extravío del narrador en “un festival de declives” que van del adolescente lleno de talento al adulto mediocre que no profundizó en nada. Fundó un grupo de estudios filosóficos ligados a la Gestalt, lideró una banda de rock alternativo llamada Blancanieves y fue saxofonista en un grupo de jazz fusión que jamás llegó a presentarse. Para sintetizar sus derroteros, tiene en el garaje de su casa una caja cuya presencia le resulta intolerable y que decide tirar sin que lo vean, pero que vuelve a recuperar. El regreso de la caja será como una gangrena que avanzará lentamente para complicar su vida.
Reches, que trabajó como periodista en el diario Clarín y fue director de programación del canal Ciudad Abierta, es un poeta que tiene varios títulos publicados: El resto (2000), Strip (2001), Hamster en la rueda (2002) y La evolución (2005), entre otros. “Publiqué mi primer libro de poesía, Gómez, en el ’97 y, como no me gustó, secuestré toda la edición”, cuenta en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué publicar si no estaba seguro?
–Bueno, está bien reconocer los errores: un libro malo es un libro malo. No me sentía representado por esa escritura, que tenía componentes más fantásticos, barrocos. Era lo que escribí a fines de los ’80, aunque el libro se publicó diez años después. Pero en realidad eso no es lo más grave: el problema es que el libro era muy malo y merecía el autosecuestro (risas). Mil veces preferible que crezca como mito a que circule.
–¿Cómo fue la experiencia de pasar del verso a la prosa?
–Tengo una serie de pensamientos y de miradas que no podía canalizar; la poesía no me resultaba suficientemente efectiva porque mi escritura poética es muy seca, parca; la retórica interviene poco y eso hacía que quedaran afuera un montón de otras cuestiones que en la narrativa encontraron un cauce más natural. En realidad, no es que me propuse escribir una novela y probé cómo hacer el pasaje, sino que naturalmente comencé a escribir en prosa. En la poesía siempre intervienen muchas capas de correcciones y reescrituras, entonces para mí la poesía es un proceso destructivo, una implosión donde el sentido logra emerger. La narrativa funciona como la construcción de un artificio.
–¿En la idea de La caja estaba que el telón de fondo fuera la precarización en los años ’90?
–Hay un subtexto en la novela que tiene una mirada estética, por lo tanto política, sobre la versión vernácula y trasnochada de la supuesta generación X. La precarización es un tema muy presente en la novela en todo sentido: la precarización social y la precariedad individual. La precariedad enhebra buena parte del libro. Y es lo que permite plantear el gran contrasentido de la novela. Desde una mirada ingenua y optimista, que la novela no tiene y yo tampoco, toda esa precarización y precariedad no son suficientes ni para que no se narre una historia, porque la novela también está planteada como una estructura accidentada y precaria hasta que termina transformándose en una historia.
–La estructura de la novela juega con lo accidental, aunque los pensamientos del narrador no parecen accidentales.
–Para apelar a una metáfora futbolística, el narrador es un motor que se quedó sin carrocería. Es una máquina de pensar, pero no sabe muy bien a qué sujetarla o cómo construir un camino. Es un pensamiento en estado de elucubración y del juicio por el juicio mismo, pensamiento por sobre la experiencia o por sobre la historia o por sobre la trama. Pero no es una novela anti-trama.
–¿Pero el narrador se pregunta qué se debe contar?
–Esa especie de distanciamiento produce una fisura entre el mundo y el sujeto; fisura que en general suele ser rellenada con el bálsamo de la anécdota. Esta historia está construida sobre esa fisura, sobre el descrédito y la inadecuación del personaje frente a lo que vive, a lo que sucede. Nunca sabe qué está sucediendo, pero sabe muy bien lo que está pensando. Entonces, ¿qué historia debe contar?
–¿Esa inadecuación es una sensación que prevalecía en los ’90, algo así como un clima generacional que aparece en la novela?
–Sí, para los que tuvieron la suficiente inteligencia y el cinismo de no seguir militando en el PI, de no participar de ningún credo religioso, de no comerse la de ir a limpiar los pingüinitos empetrolados ni sentirse cómodos con los valores que se imponían, que eran la delación del compañero de trabajo y la competencia a lo Bob Esponja para ser gerente de una cadena de hamburguesas. La inadecuación fue al mismo tiempo una trampa y un salvoconducto. Los chicos con sensibilidad e inclinaciones artísticas, que no se comieron la de dejar de pintar para ser objetos decorativos en lo que después fueron los negocios de Palermo, al mismo tiempo participaron de un sistema completamente expulsivo que dejó una especie de lumpenaje cool.
–En ese estado de elucubración, del juicio por el juicio mismo, el narrador dice que Pino Solanas es “el artista que arruinó a toda una generación de espectadores”. ¿Se podría leer como un cuestionamiento político de la generación de los ’90 hacia los ’70?
–No, no creo. El narrador defiende el derecho a sentenciar sin argumentar: las cosas son así porque las dice el narrador. Eso le permite a la novela no volverse un ensayo sobre los ’90 y al narrador decir determinadas cosas con la intensidad que le da la arbitrariedad. Como autor no justificaría al personaje, no lo defendería. Si tengo que argumentar 70-90, si es contra los ’70 o contra los ’90, qué creo yo como persona, es medio hincha pelotas no los ’70 ni los personajes de los ’70 en los ’70, sino el setentismo en el 2000 y pico. No le demos más épica de la que le corresponde, no le quitemos las contradicciones que tuvo. Los relatos inmaculados de la historia, cualquiera sean sus décadas, sus siglos o países, suelen ser poco interesantes. Si comparto algo con el personaje, es la fobia social militante. Los ’90 fueron una gran fiesta en el Titanic. Ahora si hubiese sido una gran fiesta en el paraíso, me hubiera provocado el mismo hartazgo pero con menos argumentos (risas). De la fiesta en el Titanic, me molesta mucho más la fiesta que el Titanic.
* La caja se presenta hoy a las 19 junto con Mi nombre es Rufus (Interzona), de Juan Terranova, y La intemperie (Interzona), de Gabriela Massuh, en la librería Eterna Cadencia, Honduras 5574.
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