LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR CHILENO ROBERTO BRODSKY
En su última novela, Bosque quemado, cuenta el naufragio personal y generacional de su padre, un reputado cardiólogo comunista que se ve obligado a dejar su país tras el golpe pinochetista. Brodsky define su trabajo como docu-ficción.
› Por Silvina Friera
“No hay reconciliación”, dirá Roberto Brodsky agitando las manos en el aire, como espantando recuerdos de un país que le duele: el Chile post Pinochet que nunca terminó de digerir. Será el único momento, hacia el final de la entrevista con PáginaI12, en que el escritor chileno, residente en Washington, tensará el tono ronco pero amable de su voz y se pondrá serio. Muy serio. No pretende alentar un pronunciamiento colectivo ni hacer bandera con su rechazo a no tolerar el pasado reciente, a no fundirse con la generación que perdona. Lo enuncia desde una zona muy íntima y política, desde su de-sarraigo como hijo de un exiliado chileno que se refugió primero en la Argentina, donde el escritor y guionista del film Machuca vivió entre 1973 y 1975, y después en Caracas. El exilio es una herencia incómoda, la pérdida de un territorio, de la identidad, de cierta idea de “normalidad” familiar, que casi nunca se recupera. En su última novela, Bosque quemado (Mondadori), cuenta el naufragio personal y generacional de su padre, un reputado cardiólogo comunista que se ve obligado a dejar su país tras el golpe pinochetista. El hijo, que sueña con convertirse en escritor, es testigo del ostracismo de su padre, que poco después de regresar a Chile sufrirá tal vez el peor de los destierros: el Alzheimer, una enfermedad que destruye los recuerdos y los vínculos con la realidad. La narración, por la que se filtran los ecos de la Carta al padre, de Kafka, y el Hamlet, de Shakespeare, tiene una vocación documental que se sirve del horizonte de la ficción. “Me interesaba incorporar la fuerza de la ficción, pero también el verismo del documental. Es como una docu-ficción, va por ese camino”, define Brodsky.
Escritor de vocación temprana, Brodsky recién se animó a publicar a fines de los ’90. “Nunca me sentí convocado por la formación de la nueva novela chilena, no tenía una plataforma de presentación. No me sentía involucrado y me dediqué a observar: guardé mis cosas y seguí escribiendo. Recién en el ’99 publiqué El peor de los héroes, una especie de recreación culpógena de toda la sociedad chilena. Me pareció que esa tardanza me ayudaba a mirar, no me hacía tan ansioso de la publicación, no me tragaba”, explica el escritor. Tenía catorce años cuando llegó a Buenos Aires, primera escala de un exilio que se prolongaría en Caracas, junto a su padre, y después, solo, en Barcelona. “Empecé a escribir acá y descubrí que había una herramienta que eran las palabras, con las cuales representaba mundos, y de alguna manera cercaba y confrontaba cosas que me interesaban. Escribí unos poemas realmente horribles, pero tenía mi público lector: mis compañeros del Nacional de Buenos Aires, que eran muy respetuosos de mi poesía –recuerda el escritor–. Tengo una relación muy familiar con Buenos Aires, con el entorno y el ambiente de lo que se lee y se discute como literatura para los argentinos. Siempre sentí que Buenos Aires y el mundo rioplatense están incorporados en mi narrativa.”
–En Bosque quemado aparecen dos imágenes de Buenos Aires: la que deslumbra al narrador, la de las reuniones familiares con sus parientes porteños, y una ciudad relacionada con la clandestinidad y la muerte.
–Para un extranjero, un extraño, Buenos Aires es una ciudad de verdad, sobre todo si vienes de Santiago. Te entusiasma mucho y hay una energía que te inunda. En un período descubrí la ciudad abierta e inmediatamente después el lado oscuro y siniestro, que me resultaba tan propio como el otro lado. No me extrañó, no me parecía raro. Cuando vengo acá, siempre tengo la impresión de que hay una violencia muy fuerte que está contenida y que en cualquier momento estalla. Me parece muy natural ese doble rostro de la ciudad, y me llamó siempre la atención: me hacía temer algo, pero a la vez me sentía muy atraído y seducido. De alguna manera, estar en este país fue un paréntesis de libertad, en esos años, entre 1973 y 1975, que se vivieron muy intensa y locamente. Yo venía de una batalla mucho más clara: estaban los que defendían a Allende y los que estaban a favor de los militares. Pero acá todo era muy confuso. No podía entender que gente tan de izquierda llorara porque se había muerto Perón, que hicieran cola para verlo. Me pareció insólito porque para mí Perón era un facho. Y la violencia también me parecía confusa, sin parámetros muy claros.
–El narrador quiere ser escritor, de hecho, le entrega al padre un cuento –que éste le devuelve diciéndole que “no entiende nada”– como si buscara que le habilitara la vocación. ¿Bosque quemado fue como escribir su Carta al padre?
–Sí, por supuesto, Bosque quemado está hecho desde la cuerda de la literatura como vocación prohibida, inspirada en la Carta al padre de Kafka. El narrador siempre está pugnando para que el padre lo habilite, le firme la visa, lo legalice. Por supuesto que el padre nunca le va a dar ese visado porque lo que tiene para contar ese narrador es la desgracia del padre, y el padre nunca va a tolerar la mirada del hijo sobre su propia desgracia; es algo demasiado doloroso y quizá cruel. Me pareció muy llamativo y fuerte hacer la narración desde esa vocación suspendida, prohibida, frente al padre. Se ha comparado la novela con Patrimonio. Una historia verdadera, de Philip Roth, pero creo que el narrador de Roth es un narrador ya autorizado, es el Roth escritor, célebre con sus personajes, y el padre reconoce absolutamente a ese hijo escritor. Aquí hay una pugna con el padre, que no reconoce la autoridad del hijo para escribir. El hijo busca esa autoridad que nunca va a poder merecer, entonces la pugna y el testimonio se vuelven centrales. No es que mi padre me dijera: “¿Qué son estos cuentos?”. Pero, claro, mi experiencia con esa generación, con la de mi padre y otros padres, es que fue gente que nunca imaginó lo que iba a ocurrir; no tenían ninguna preparación psicológica ni personal para enfrentar una demolición como la que vivieron. Es gente que se vio sin herramientas ni ideológicas ni personales para readaptar o reconstruir sus vidas.
–En un momento el narrador dice que el gulag de su padre era en Lechería, en Venezuela. ¿Los que sufrieron un doble o triple exilio nunca volvieron a sus países, aunque hayan regresado físicamente?
–Por supuesto, nunca volvieron. Y si volvieron, nunca pudieron estar en sus países como estaban antes. Había un gulag de izquierda y no se planteaba que el crimen de izquierda era un crimen también. Para ese personaje, el gulag fue Lechería, pero para otros de esa generación fue haber vuelto a sus países de origen y no haber tenido ninguna inserción posible, haber vivido como pájaros sueltos de una bandada que ya no sabe dónde está. Esa relación con los territorios perdidos se debió a ese corte generacional del exilio.
–¿La novela refuta el supuesto heroísmo de la generación del padre a través de la carta que éste le escribe a un primo?
–Sí, así es. Esa carta ha provocado bastantes polémicas y confusiones, muchos se preguntan si esa carta existió. Yo la dejo como algo que puede haber existido, que pudo haber sido una carta real. El padre escribe esa carta porque sabe que el que la va a leer no es el hijo sino un par, el primo, y por lo tanto a través de esa carta el hijo puede llegar realmente al padre. Porque de otra manera no hay posibilidad alguna: el hijo no va a lograr sacarle ese tipo de declaraciones al padre. Si Kafka nunca le pudo mandar la carta a su padre, es por algo. La elusión de la verdad más rotunda hace que todo tenga que ser indirecto. En algún momento fue el problema de la novela.
–Supongo que también otro problema de la novela fue cuando el narrador empieza a interrogarse sobre el tipo de responsabilidad que pudo haber tenido por la desaparición de la familia que lo escondió un tiempo en Buenos Aires. ¿Estaría insinuando que todos tienen en mayor o menor medida responsabilidad por la violencia de esos años?
–Sí. En la muerte violenta, así como se dio en los años ’70, no es posible que existan inocencias. Por más alejado que estuvieras de los temas de la violencia, tú estabas involucrado por ser parte de una sociedad, de un barrio, de una familia. Eres parte, no puedes tapar la situación, no puedes abducirte de eso. La única manera que tenía el personaje de llegar a cierto núcleo de verdad con su padre y con esa generación era ponerse en la posición del culpable, del responsable de que haya ocurrido todo eso. “Yo estuve en esa casa, me escondieron, después me fui y ahora resulta que los que me escondieron desaparecieron.” Así como el padre tiene una responsabilidad clara en el derrumbe social y familiar, este narrador tiene una responsabilidad en lo que pudo haber ocurrido con los que lo ayudaron. Esa cadena de responsabilidades y de culpas es algo que no se ha indagado, que está allí y que nadie quiere ver. Recién hace diez años que se están publicando novelas y libros de historia sobre los civiles en el nacionalsocialismo. ¿Qué pasaba con los civiles en Chile, en la Argentina? ¿Era sólo una cuestión de represión militar? Creo que hay que hundir un poco el diente y ver más. Mi narración no es acusativa, no me interesa acusar ni andar denunciando. Mi narración es en primera persona y asume todos los riesgos del enunciado en primera persona. Si digo aquí somos todos culpables o hay responsabilidades compartidas, entonces el narrador tiene que empezar a ponerse en situación. Por supuesto que uno se puede hundir allí y no salir más. Pero valía la pena hacer el intento de preguntarse hasta qué punto uno fue culpable y expuso a gente que no tenía nada que ver. Ahí hay algo que es muy decidor de esa época y me pareció importante no despreciarlo, tomarlo en serio.
–Esa pérdida del territorio, del país, ¿afectó también a los hijos de los exiliados?
–Sí. Esto lo digo de manera individual, no quiero hacer una bandera ni un llamamiento colectivo. Al menos en mi caso, yo no me reconcilio. La recuperación democrática en nuestros países se concibió como una operación reconciliatoria, donde el trabajo del arte en la tragedia es lo que permite que finalmente podamos estar tranquilos donde estamos, que toleremos el pasado. No me resulta para nada convincente porque quizá no me siento muy griego ni muy afín a la tragedia. No me siento reconciliado y no me gusta reconciliarme. Está muy bien que la gente se quiera reconciliar, pero yo me di cuenta de que no me reconciliaba, que no me adecuaba al parámetro que se me exigía, que no era capaz de sumarme a cierto espíritu de normalidad. Más que decir que soy pájaro de muchos árboles, que me gusta viajar o la vida pasajera, lo único que puedo decir es que no hay reconciliación.
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